El director Baz Luhrmann y Leonardo DiCaprio
Lo cierto es que no empezamos Cannes, cómo quién dice, con buen pie. Primero no nos dejaron entrar en el vuelo reservado a Niza por culpa del overbooking –no se entiende cómo puede ser legal vender más asientos de los que tiene un avión: ergo me quedé en tierra con la cara de Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí–. Así, tras siete agradables horas en el aeropuerto de Barajas en una versión homeless harto ridícula del Tom Hanks de La terminal, pude tomar el siguiente vuelo... aunque sin maleta. Por lo visto los astros se cuadraron para que la mala gestión del empleado de facturación fuera pareja a la de los encargados del almacén y transporte de equipaje dando como irremisible conclusión que yo viajara en un vuelo y mi equipaje en otro. Así, en mangas de camisa bajo la lluvia y soportando un viento frío de narices, pasé mi primera noche en Cannes (mientras me cobraban seis euros por cerveza), maldiciendo mi mala suerte mientras me caían chanzas sin parar de mis colegas cronistas aquí desplazados. Hoy (por ayer) amanecí, claro, resfriado y con una ligera resaca que fue creciendo hasta estallar como una piñata de calambres y escalofríos durante la proyección de El gran Gatsby, curiosa y atípica película inaugural de este Festival de Cannes 2013. Ahora mismo voy por mi cuarto café, mi segundo analgésico y mi quinto cigarro mientas pico estas palabras siguiendo en directo (a través de la televisión en circuito cerrado que hay en la sala de prensa) la rueda de prensa liderada por Leonardo DiCaprio y Baz Luhrmann. Por lo que si este texto te resulta o inconexo u obtuso o encuentras errores de cualquier tipo o, simplemente, te parece execrable y decides no seguir leyendo más estas crónicas, tenlo claro: la culpa es de Iberia.
El reparto de El gran Gatsby junto a su director Baz Luhrmann
Vamos con el cine. Baz Luhrmann, como es bien sabido, es un hombre de excesos. Su misión vital parece ser el construir fiestas cinematográficas tan lujosas como aparatosas cuyo principal vector estilístico sea el lanzar el mayor número de confeti audiovisual posible. Afrontar una película de Luhrmann es como enfrentarse a un festín de dulces inacabable -del merengue a la ile flottante, de la leche condensada (sic) a al panqueque ahogado en caramelo-, todo muy goloso y divertido (hasta adictivo) pero peligrosamente empalagoso y agotador. Así funciona el cerebro del director australiano: sus neurotransmisores transmutan cualquier material de base (William Shakespeare, Francis Scott Fitzgerald) en una fiesta kitsch donde los colores y los sabores valen tanto o más que el sentido lógico de la narración. Normal entonces que su cine sea premeditadamente desbocado, un culto a la imagen hiperdesarrollada, donde los trampantojos de Méliès copulan con fuerza efusiva con el subidón de ketamina de una rave en las Barbados. Con dos medidas de genialidad, una de tozudez y otra de insania chifladura, Luhrmann se convierte en todo un artista de lo camp. Un mad director obsesivo y lúdico capaz de crear tanto imágenes indelebles de gran fuerza plástica, como un material de desecho audiovisual destinado a crear isquemias cerebrales a quien se enfrente a ellas de forma repetida.
Tobey Maguire, Baz Luhrmann, Carey Mulligan, Leonardo DiCaprio y Amitabh Bachchan en la alfombra roja
Como no podía será de otra manera El gran Gatsby es Luhrmann en estado puro: un aquelarre de imágenes cuyo valor es puramente extrínseco. En las manos del realizador de Moulin Rouge, la novela de Scott Fitzgerald se transfigura en una colorida y exagerada aventura plástica cuyos momentos álgidos van ligados a las tremebundas fiestas que Gatsby celebra en su casa. La metáfora surge sola: Luhrmann da forma a su película de la misma manera que Gatsby construye sus aparatosas fiestas. Un monumento tan espectacular como vacuo que sirva, casi a modo tribal, como celebración del hedonismo humano. La historia de Jay Gatsby, que en manos de Fitzgerald era una metáfora de la propia Norteamérica –la historia de alguien que construye un imperio de una forma, digamos, poco ética y que tras la fachada de un ser todopoderoso esconde un corazón (un espíritu) amargado-, mientras que en manos de Luhrmann funciona más como un espejo caleidoscópico de su propia obra cinematográfica (y, si se me apura, de la propia historia del cine). En El gran Gatsby todo es ampuloso, desmedido, insaciable. La narración va tan acelerada o más que el mítico coche amarillo que conduce el personaje protagonista, siempre salpicada por una más bien horrenda música formada a base de discutibles covers y aparatosas mixtapes donde cabe tanto el jazz de los años 20, el hip hop mainstream de última cuña y el pop de radio fórmula más hortera. Y esa es la clave para disfrutar de la película: si uno es capaz de lidiar con todo ese barroquismo salido de madre y de la nula sutileza de un realizador que traza sus guiones con la brocha más gorda existente, entonces acabará rendido ante el fascinante tapiz de imágenes sobrenaturales que la obra nos ofrece. Dice el director que la nieta de Scott Fitzgerald le felicitó por la película, estaría bien saber qué habría dicho su abuelo. Quién sabe, igual también habría disfrutado.
Alfombra roja de 'El gran Gatsby'
Música de fondo: Duke Ellington
Alejandro G. Calvo