Siguiendo los pasos de Locarno, donde inauguró la muy alucinada Lucy (2014) de Luc Besson, San Sebastián ha decidido abrir sus puertas con un film abiertamente mainstream y de corte exquisitamente violento: The Equalizer: El protector, última película del realizador afroamericano Antoine Fuqua y protagonizada por un tan hierático como expeditivo Denzel Washington, en la mejor tradición del vengador-asesino profesional que nos ha entregado el polar europeo a lo largo de su historia –aunque más cerca del Belmondo de El Profesional (1981) o del Reno de, ejem, El profesional (León) (1994), que del Alain Delon de El silencio de un hombre (1967).
Fuqua es un realizador tan interesante como irregular, mucho más acertado cuando juega siguiendo el canon del cine violento de los años 80 reformulándolo adecuadamente para la era contemporánea –ahí están las potentísimas Training Day (2001) y El tirador (2007)- que cuando trata de ponerse solemne por la vía de la acción espectacular más salida de madre –El rey Arturo (2004) u Objetivo: La Casa Blanca (2013)-. Vaya, que le sale mejor el tratar de recoger el testigo del fallecido Tony Scott –a quién The Equalizer le debe unos cuantos planos, aunque sólo sea por la comparación directa que establece con la brutal (y superior) El fuego de la venganza (2004)- que cuando trata de emular las elefantiásicas action movies a lo Roland Emmerich.
The Equalizer es tan divertida como las proto-fascistas películas de Charles Bronson de los 80 o la de Steven Seagal en los 90: justicia callejera a base de navajazos, roturas de cuello y tiros a bocajarro. Y es que al igual que en Yo soy la justicia (1982) o que en Por encima de la ley (1988), el protagonista de la cinta decide enfrentarse él solo a proxenetas, guardaespaldas, policías corruptos y asesinos profesionales, buscando vengarse de los responsables de mandar al hospital a una joven prostituta (Chloe Moretz) –y amiga del protagonista-, tras ser brutalmente apaleada por discutir con un cliente.
El mayor problema que tiene la cinta es debido a sus continuos cambios de ritmo; y es que pesan las dos horas largas que dura, especialmente por lo descorazonadoras que resultan las secuencias destinadas a mostrar los juegos verbales entre el justiciero y el matón ruso, ralentizando y espaciando en demasía las secuencias de acción. Una pena, porque lo más jugoso del film de Fuqua es, precisamente, su secuencia final: una masacre en una ferretería gigantesca (un sosías de Wall Mart), donde nuestro héroe inclemente masacra a sus enemigos tirando de todo lo que tiene a mano, es decir, taladradoras, pistolas de clavos, alambre de espino… en una mezcla maravillosa –al menos para los fans del género- entre MacGyver (1985-1992), Pesadilla en Elm Street (1984) y Cobra, el brazo fuerte de la ley (1986).
Alejandro G.Calvo