Por algo Julianne Moore, ganadora del Oscar por Siempre Alice y otras cuatro veces nominada por Lejos del cielo, Las horas, El fin del romance y Boogie Nights, es una de las mejores actrices de su generación. El simple hecho de repasar su filmografía asusta y, así, no es de extrañar que su actuación en Freeheld -en competición en San Sebastián tras su paso por Toronto- sea lo más sólido del drama reivindicativo de Peter Sollett sobre los derechos de los homosexuales.
Freeheld -del sustantivo ‘freehold’, propiedad vitalicia en inglés- lleva al cine la historia real de Laurel Hester (Julianne Moore), una oficial de policía del condado de Ocean, en Nueva Jersey (EE.UU) que, tras ser diagnosticada con cáncer terminal en 2005, apeló repetidamente frente a una junta para asegurar los beneficios de su pensión a su novia, Stacie Andree (Ellen Page). En 2013, siete años después de su muerte, el estado de Nueva Jersey legalizó el matrimonio gay, decisión que el 26 de junio de este año extendió el Tribunal Supremo a todo EE.UU.
La historia de Laurel Hester y Stacie Andree ya fue adaptada en 2007, e incluso se alzó con el Oscar en 2008 en la categoría de Mejor Corto Documental. En esta última versión, Moore demuestra una vez más su inabarcable flexibilidad interpretativa e ilumina el, por otro lado, insulso tono general del filme. La parte más interesante del mismo se centra en la decadencia gradual de Hester, la distancia con el entorno que la rodea -amigos, compañeros de la policía…-, la vulnerabilidad de alguien a quien no le está permitido mostrar signos de flaqueza y debilidad y, por inaudito y vergonzoso que parezca, la homofobia en los sectores político y policial.
Si bien los cara a cara frente a la junta del condado son poderosísimos -a más de uno se le han saltado las lágrimas en el Teatro Principal- y Michael Shannon sobresale como actor secundario, el director no parece interesado en la química -que existir, existe- entre Moore y Page, que pasa prácticamente desapercibida para la pantalla. Tampoco ayudan algunos momentos superados por el sentimentalismo y que Steve Carell, que da vida a un activista por la liberación LGBT, estereotipe la historia con una interpretación estridente y ostentosa hasta el exceso.
La oquedad de la georgiana ‘Moira’ de Levan Tutberidze
En Sección Oficial también hemos visto Moira, el título de Levan Tutberidze (Tbilisi, I Love You) que competirá en los Oscar de 2016 en la categoría de Mejor Película de Habla No Inglesa. La trama gira en torno a Mamuka (Paata Inauri), un hombre que vuelve con su familia después de haber estado encerrado en prisión durante cinco años. A su regreso, su hermano Shota parece tentado por seguir sus mismos pasos y, por si fuera poco, el protagonista también tiene que hacer frente a un futuro laboral inexistente, a un padre minusválido y a la ausencia de su madre.
Por un lado, Tutberidze dibuja acertadamente una Sujumi desoladora. Un auténtico inframundo en la superficie. La pobreza y la falta de oportunidades convierten a sus habitantes en cadáveres que respiran, chatarra encallada entre la vida y la muerte a la espera de un destino tenebroso y lúgubre. La luz, la sombra y la bruma del Mar Negro recalcan la psicología de los personajes, cuyo rumbo, como señala el título, parece controlado por las tejedoras del hilo de la vida.
En Moira existe conflicto. Sobre la ausencia y la responsabilidad familiar; sobre la corrupción y la insignificancia de la vida en un país enfermo de miseria. Lamentablemente, el guion se extralimita con el número de subtramas y, como un malabarista principiante y obstinado, se topa con una tarea titánica e imposible: la de mantener en el aire infinitas situaciones dramáticas que, como era de esperar, quedan sin resolver. Al final, el resultado es hueco, frágil y, lo peor de todo, predecible. Ese pecado que el buen cine no tiene el lujo de permitirse. Nunca.
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