Tras años de inauguraciones reivindicando la (co)producción de género nacional –con desigual suerte-, para esta edición Sitges ha decidido tirar la casa por la ventana y abrir con un auténtico hit del cine de terror contemporáneo (además de una de las mejores películas del 2015): La bruja o, lo que es lo mismo, la alucinante puesta de largo del cineasta norteamericano Robert Eggers, en una cinta que bebe tanto del Stanley Kubrick de El resplandor (1980) como del Paul Thomas Anderson de Pozos de ambición (2007). Aunque mientras la veía pensaba que era como si a los protagonistas de Ordet (1955) les creciera una maldición demoníaca en el granero. Pero eso, claro, eso es debido a que cada vez tengo una mente más retorcida.
La película pone en escena el exilio forzado de una familia de colonos británicos en la América del Siglo XVII, donde son excomulgados por su congregación y acaban asentando su hogar en las afueras de un bosque donde habita, digamos, algo siniestro. Muy siniestro. Narrada a modo de cadenciosos fogonazos elípticos, la cotidianidad del granjero al que se le muere el sembrado se mezcla con la desaparición (en off) del bebé de la familia. Lo real y lo irreal, lo pacífico y lo satánico, el drama y el horror, se manejan en un mismo tono, en un mismo plano. Permitiendo así que el fantástico más terrorífico se cuele a través de los poros de lo real multiplicando su capacidad para producir desgarro.
Eggers demuestra un talento inaudito tanto a la hora de crear atmósferas opresivas (incluso en campo abierto) como en el manejo, tan solemne como escalofriante, del tono global de la cinta (el hilo que une al Bergman de los 60 con el Rob Zombie de The Lords of Salem). Además, es un festín de elementos fetiches del subgénero demoníaco: exorcismos, posesiones, rezos y súplicas… por haber, hay hasta un macho cabrío –un pedazo de cabrón- negro como el infierno. Aunque quizás lo más fascinante de la obra sea como la sombra de la duda destruye a una familia que, debido a su devoción mística, estaba condenada desde un buen principio. Que Eggers sea capaz de plasmarlo en una narración de una exactitud clamorosa, donde no sobra ni falta un detalle, y que se cierra con una secuencia de las marcan la historia del género, es simplemente increíble. Así que viva La bruja y viva Sitges. Que esto no ha hecho más que empezar.