Con las críticas de los últimos títulos de Woody Allen uno tiene la sensación de vivir en el continuo día de la marmota. De hecho, ni siquiera estoy seguro de no haber hecho este comentario antes. ¿Es culpa de un crítico que se va quedando sin ideas o de un director que lleva lustros dando bandazos artísticos (su última gran película fue Desmontando a Harry hace casi 20 años)? Probablemente, de ambos. Mientras el director neoyorquino ha ido poco a poco reduciendo su caudal de ideas buenas por película, al crítico se le van acabando los enfoques que volcar sobre su obra. Una lástima porque, cómo iba ser de otra manera, todos adoramos a Woody Allen de una forma tan o más romántica que las que mostró en sus grandes títulos: Annie Hall (1977), Manhattan (1979), Hannah y sus hermanas (1986), Maridos y mujeres (1992), etc… Así que, tendemos a ser condescendientes con cada nueva entrega de su ya larga obra (no falla ni un año), probablemente, porque le debemos tanto a Woody Allen que no podemos negarle, como mínimo, un nuevo esfuerzo mental (ya que la emoción queda en agua de borrajas) a la hora de analizar su última película.
Con Café Society ya es la tercera vez que Woody Allen abre Cannes (si contáramos Historias de Nueva York (1989), sería tercera vez y un tercio), un festival que siempre ha mostrado máxima devoción y respeto por un cineasta que, curiosamente, no sólo reniega de los festivales sino que ni siquiera disfruta viendo sus películas (de hecho, me aseguró la última vez que le entrevisté que jamás vuelve a ver ninguna de ellas; tampoco a leer críticas o entrevistas). Técnicamente, deberíamos decir que la película no decepciona porque para eso debería existir cierta expectación. Este homenaje al Hollywood clásico (no sólo al cine sino también al estilo de vida) vehiculado a través de la historia de amor fou de un joven (Jesse Eisenberg) que cae rendido a los encantos de la secretaria (y amante) de su tío (Kristen Stewart y Steve Carell, respectivamente), un pez gordo dentro de la producción cinematográfica de los años 30.
Allen, que mira tanto a El apartamento (1960) como a su propia obra (es uno de los reyes de la auto referencia, bien porque se copia así mismo bien porque sus inquietudes siguen siendo las mismas que hace cuarenta años), parece ceder el control de Café Society tanto a sus actores (lo habitual) como al director de fotografía, el veterano Vittorio Storaro. De ello, acaba beneficiándose una obra que está mucho mejor encuadrada que aberraciones estéticas como Vicky Cristina Barcelona (2008) o A Roma con amor (2012), tanto por la puesta en escena como por la luz que tiñe de amarillo sepia toda la acción narrada en Los Angeles. Además, tras hacernos odiar la banda sonora de Irrational Man (2015), en esta ocasión cede el soundtrack casi al completo a Vince Giordano And The Nighthawks -Café Society también es un homenaje al jazz de night clubs de la época-, por lo que imagen y sonido fluyen con más estilo que la acción dramática de la cinta.
¿Qué nos queda entonces? Algún acierto simpático -el encuentro de Bobby con una prostituta accidental, un buen cúmulo de chistes sobre judíos, retratos de comidas familiares- y, sobre todo, una Kristen Stewart magnética, roba-planos en su sentido máximo del término, que en su condición de sweet-femme-fatale logra hacer creíble la deriva romántica de la cinta. Como un cruce eléctrico entre Shirley McLane y Barbara Stanwyck que, básicamente, se come con patatas al tartamudo de Jesse Eisenberg. Para algunos será poco, para otros más que suficiente. Para nosotros: es sólo el principio.