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    Cannes Día 3: Apocalipsis Verhoeven con la magistral irreverencia de 'Benedetta'

    Hoy en el menú: 'Benedetta' de Paul Verhoeven, 'After Yang' de Kogonada y 'The Souvenir: Part II' de Joanna Hogg.

    Que el demonio te salve, Paul Verhoeven, porque me da a mí que en el lado angélico todo lo que te vas a encontrar son espadas. El cineasta holandés, que está a punto de cumplir 83 años, ha puesto en pie a todos los asistentes de todas las salas donde se ha proyectado su última maravilla: Benedetta, adaptación de la novela de Judith C. Brown Inmodest Acts: The Life of a Lesbian Nun in Renaissance Italy. En ella, se narra la historia de una monja, Benedetta (impresionante Virginie Efira), que vive en un monasterio de clausura y vive entre el éxtasis y el tormento las continuas visiones que tiene sobre Jesucristo. La llegada al mismo de una joven que huye del maltrato y las violaciones de su padre, Bartolomea (Daphne Patakia), despertará en ambas una sexualidad latente que acabará inundando la pantalla con un seguido de actos lascivos que yo, al menos, solo recuerdo haber visto en el cine más punk de Jess Franco. Pero si sólo se tratara de escandalizar al respetable por la vía sexual al retratar los tórridos revolcones de dos monjas, bueno, la película sin duda sería divertida e irreverente, pero Verhoeven lleva aún más lejos su ideario e iconografía de la perversión hasta lograr algo realmente pocas veces visto en la gran pantalla. Porque en Benedetta el director de Instinto básico (1992) busca corromper los dogmas de fe católicos pasándolos por un trillar de estigmas, pustulencias, latigazos y blasfemias que hacen comulgar a la carne con la sangre, girando ciento ochenta grados el sentido de lo místico y haciendo del pecado el verdadero camino hacia la salvaciónLuis Buñuel se estará riendo a mandíbula batiente en el infierno. Verhoeven ha hecho de su película religiosa todo un exorcismo sobre lo satánico sin que al demonio se le vea por ningún lado, acercándose tanto a la pesadilla mística de Narciso negro (1947) como al aquelarre sexual de Alucarda, la hija de las tinieblas (1977). Además Benedetta es una película plagada de imágenes-fetiche que sólo a cineastas chiflados como Abel Ferrara o Joe D’Amato se les podría ocurrir -una joven novicia mamando del pecho de la estatua de una virgen, un dildo tallado en una estatuilla sacra, las caricias en los cuerpos desnudos a través de un velo, un cielo enrojecido que parece anunciar la llegada del averno…-, todo ello, planteado como un ejercicio fílmico pluscuamperfecto, tremendamente inteligente y malévolo, destinado a revolucionar estos tiempos donde la asfixia de la corrección política inunda todo lo que vemos, tocamos y sentimos. Pero, ojo, la película también podría verse como el reverso visceral y vengativo del martirio de Juana de Arco; es decir, la conquista de la santidad no por la vía de la expiación de los pecados, sino, precisamente por la culminación perfecta de todos ellos. Tremendo. Increíble. Bárbaro. Y que esta obra maestra venga de la mano del mismo cineasta que nos ha entregado películas tan increíbles (¡y populares!) como El cuarto hombre (1983), RoboCop (1987), Desafío total (1990), Starship Troopers (1997), El libro negro (2006), Elle (2012)… es que es algo increíble. A esto se viene a Cannes.

    Aunque ya llevaba tres largometrajes en su haber, fue con The Souvenir (2019) cuando el mundo descubrió realmente a la realizadora británica Joanna Hogg. Su película, con Martin Scorsese en la producción ejecutiva, fue toda una revelación, por fondo y forma, uno de los mejores largometrajes de la década. En ella, se contaba la historia de amor truncada entre Julie (Honor Swinton Byrne, hija de Tilda Swinton, que también aparece en la película como madre de su personaje), una estudiante de cine que busca graduarse realizando su primer largometraje, y Anthony (Tom Burke), un dandy heroinómano, todo ello enmarcado en los años ochenta londinenses. No es The Souvenir una película de la que nadie esperara una secuela, así que había realmente expectación en Cannes para ver qué había hecho Hogg al retomar esta historia de amor, adicciones y vampirismo emocional, que tanto había gustado a la crítica de medio mundo.

    Una vez vista la película tengo que reconocer que me desborda el asombro. Sólo recuerdo otro caso igual en la historia del cine. Cuando el maestro Abbas Kiarostami realizó A través de los olivos (1994) como una relectura meta-fílmica de la anterior Y la vida continúa (1992) -que a su vez era un estudio ficcionado a modo de secuela de otra película del director (Kiarostami era imbatible): ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987)-; de la misma forma, Hogg construye esta segunda película, como una forma de corregir la tragedia acaecida en la primera. Es decir, usa el cine como herramienta de curación para tratar de arreglar el horror y el dolor sucio que deja tras de sí la cruda realidad. Dicho así puede que el metalenguaje de The Souvenir: Parte II asuste por su complejidad, cuando en realidad el relato troncal de la película es realmente sencillo. Julie quiere hacer la película que nunca llego a acabar por culpa de sus tormentosa relación con Anthony, sólo que esta vez ha cambiado el guion: ahora la película contará, precisamente, esa historia de amor, usando el celuloide y la moviola no tanto como testimonio de lo ocurrido, sino como una expiación íntima para entender por qué ocurrió lo que ocurrió y, de paso, sufragar las heridas aún abiertas tras la barbarie. Que todo eso Hogg lo consiga además con una película que sigue privilegiando el encuadre como principal herramienta estética -¡qué mirada tan maravillosa posee la directora!- y tenga momentos realmente divertidos donde el humor acaba siendo pura catarsis tanto para la protagonista como para el espectador -cada vez que sale Richard Ayoade te mueres de la risa-, hacen de esta secuela una obra maestra del cine actual. Además de una de las más puras declaraciones de amor al cine que yo haya visto en mi vida (y encima finaliza como la felliniana Y la nave va (1983)).

    Cerramos con la nueva película de Kogonada, After Yang. Al cineasta norteamericano, nacido en Corea del Sur, le conocimos hace años gracias a los ensayos video-fílmicos de Criterion -los tiene de Godard, de Bresson, de Hitchcock, de Bergman, etc: todos los que trabajamos el vídeo, estamos en deuda con él- y, especialmente, por su debut en el largometraje Columbus (2017); una pieza fascinante donde la experimentación formal acaba por convertirse en su propia razón de ser. En After Yang, adaptación de un relato corto de Alexander Weinstein, Kogonada salta al minimal sci-fi existencialista por la vía de las Inteligencias Artificiales, muy en la línea de la última obra de Alex Garland y de la literatura de Ted Chiang. Colin Farrell da vida a un padre de familia tratando de entender porqué su hijo adoptivo-I.A. se ha apagado de la noche a la mañana, lo que hace que la película arranque como una investigación tecnológica para ir adentrándose en los vericuetos de la memoria (ROM) y así ir desentrañando poquito a poquito una historia bellísima más allá del tiempo y el recuerdo. After Yang es una película en disolución continua, puesto que en su última parte lo único que vemos son fragmentos de recuerdos que acaban por componer un puzle realmente emocionante.

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