Fantasmas en América
por Carlos LosillaUn par de agentes de una compañía de gas natural llega a un pueblo de la América profunda para convencer a sus vecinos de la necesidad de esa fuente de energía. Por supuesto, ello supondría la construcción de instalaciones que desvirtuarán la identidad personal, geográfica y económica de esa pequeña ciudad. Como es tradicional en este tipo de películas, nuestros protagonistas (Matt Damon y Frances McDormand, excelentes ambos) encontrarán todo tipo de obstáculos, desde el vecino que se opone adoptando el papel del viejo luchador (Hal Holbrook) hasta el ecologista que intenta detener la catástrofe (John Krasinski). Pero para uno de esos ejecutivos (Damon) habrá también otra historia: paradójicamente, cuanto más se implique en la vida cotidiana del lugar, más llegará a conocerse a sí mismo y lo que ha hecho con su vida. Parece que nada nuevo, pues, en este cuento moral sobre el dinero y la dignidad, el progreso y las esencias. Es más, todo apunta a que esta película, coescrita por Matt Damon (con Krasinski) y dirigida por su amigo Gus Van Sant, no quiere complicarse la vida más allá de ese esquema. Y que Damon apelará al espíritu de su otro amigo, San George Clooney, para lanzar un track progresista sobre la maldad de las grandes empresas. Y que Van Sant se pondrá en modo piloto automático para evitar exquisiteces al estilo 'Elephant' o 'Gerry' y mostrar su lado mercenario-para-causas-ajenas-siempre-que-sean-justas-y-elegantes, más bien al estilo 'El indomable Will Hunting' o 'Mi nombre es Harvey Milk'.
Sin embargo, no me importa tanto esa película como otra que surge inesperadamente a medida que la veo, que en el fondo viene a demostrar el poder transformador de eso que llamamos "puesta en escena". Pues en un momento dado, cuando Damon ya está instalado en el pueblo y empiezan a pasar los días, y vemos su extraña relación con una parroquiana, y el modo en que va enfrentándose a las costumbres del lugar, resulta evidente que 'Tierra prometida' no es una historia de buenos y malos, de perversos ejecutivos e inocentes lugareños, sino todo lo contrario: más bien habla de apariencia y realidad, de lo que semeja un tranquilo pueblecito y en el fondo es una maraña de vidas solitarias que solo encuentran consuelo en el bar o en los actos comunitarios, de lo que debería ser un capitalista desalmado y quizá no sea más que un pobre tipo buscándose a sí mismo, de lo que podría convertirse en un enfrentamiento a muerte y acaba siendo un patético desfile de inseguridades, de máscaras que no se quieren dejar caer por miedo al ridículo o el vacío...
Van Sant introduce su cámara por los entresijos (casas desoladas, carreteras vacías, bares fantasmales...) y consigue un retrato de esa América que tanto puede ser un sueño como una pesadilla, vista como en círculos concéntricos que siempre devuelven al hotel donde se hospedan, donde los acontecimientos se repiten y el tiempo no parece existir, hasta el punto de que los pocos días que Damon y McDormand iban a pasar en el pueblo se eternizan, como si algo o alguien no los dejara salir. Pues bien, es este lado misterioso, legendario de 'Tierra prometida' (el título no es casual) el que atrapa, el que va creando un clima enrarecido donde el espectador, si así lo desea, puede acomodarse o quizá incomodarse, donde reside el verdadero valor de la película de Damon y Van Sant. No acudan al cine solo para que les ratifiquen lo que ya saben, sino también para descubrir otras cosas, para ver que, por mucho que la película termine aventurándose en caminos convencionales, debajo de la denuncia hay algo más, un universo bastante más complejo que sitúa el ojo clínico de Van Sant al cabo de toda una tradición del arte americano, de Edward Hopper a Raymond Carver.
A favor: Que no todo sea tan evidente como parece.
En contra: La parte final, que culmina apresuradamente lo que película ha construido con paciencia, minuto a minuto.