Gótico pandemónium
por Xavi Sánchez PonsHay vida inteligente en el terror mainstream. Y vaya si la hay. Quince años después de The Ring (La señal) y tras unos cuantos blockbusters, Gore Verbinski regresa al terror. Lo hace con su mejor película; que también es, felizmente, la más arriesgada y radical de su carrera. Un gol por toda la escuadra a un Hollywood conservador y pazguato metido, ojo, desde dentro: el sistema de grandes estudios actual. Una chaladura memorable que, primero de todo, hace que nos preguntemos una cosa: cómo narices el director de Piratas del caribe convenció a TSG Entertainment y a New Regency para que le produjeran semejante delirio.
Qué Verbinski era y es uno de los directores más atípicos que pululan por Hollywood lo sabíamos desde hace tiempo. Un tipo que, por ejemplo, firmó una de las mejores películas de dibujos animados de la historia con actores de carne y hueso, la increíble Un ratoncito duro de roer; o que llevó al cine con acierto un reboot también cartoonesco de El llanero solitario. Ahora bien, lo de La cura del bienestar es tan pasado de vueltas y bizarre en espíritu, que la sorpresa es mayúscula. En su nuevo filme, el norteamericano consigue una de las muestras más estimulantes, malsanas y retorcidas de terror gótico moderno. Una historia que parte, en esencia, de referentes literarios -el Drácula de Bram Stoker, El Fantasma de la Opera de Gastón Leroux, La semilla del diablo de Ira Levin, y la fascinación por los bichos acuáticos de H.P. Lovecraft -, para re-imaginar el género en una suerte de cuento de horror enfermizo con alma de folletín y una estructura de miniserie, que no puesta en escena, televisiva. La historia de La cura del bienestar se dilata tanto, que a ratos parece estar dividida en capítulos. Una narración casi episódica donde se dosifica la información con cuentagotas, dando forma así a un crescendo sostenido que apenas se intuye pero que está ahí. Un crescendo que desemboca en un tramo final en llamas que cierra el relato de forma orgiástica.
No se vayan todavía, que aún hay más. La cura del bienestar es una obra que además de atípica y chalada –parece más el filme de un francotirador que de un autor afín a Hollywood-, es también profundamente revolucionaria. Lo es porque, de forma genial y casi suicida, hace todo aquello que está prohibido en un filme de terror mainstream: es una cinta profundamente anticapitalista (aquí el relato gótico se utiliza para radiografiar a una sociedad, la nuestra, enferma por las ansias de dinero y de poder, y a una aristocracia decadente que se perpetúa en el poder de forma endogámica), que no hace prisioneros en sus veinte minutos finales. Una resolución alucinada, libre –aquí la autocensura, gracias a dios, brilla por su ausencia- y salvaje, que sitúa a Verbinski en la misma liga de Dario Argento o Mario Bava.
Ese carácter avant la lettre también se puede aplicar a su faceta técnica. Y es que Bojan Bazelli, director de fotografía habitual de Verbinski, utiliza una relación de aspecto de imagen muy pocas veces vista en el cine (1.66:1, un formato más horizontal de lo habitual) para agudizar la particular arquitectura de la localización principal de la película, y el tono extraño y pesadillesco del via crucis en forma de espiral protagonizado por Lockhart (Dane DeHaan): un joven buitre de Wall Street que, por razones laborales, viaja a un misterioso balneario situado en el centro de Europa (algo parecido a lo que hacía Jonathan Harker en el Drácula de Stoker). Allí se topará de bruces con un ser diabólico que le acabará enredando en una telaraña psicológica. Un vampiro moderno al que pone cara un enardecido Jason Isaacs; su Heinreich Volmer es uno de los mejores mad doctors del cine reciente.
A favor: su arquitectura visual retorcida y sofisticada, y sus chalados veinte minutos finales.
En contra: es una película que pide paciencia al espectador. Quien no la tenga es posible que no acabe de conectar con la gota malaya malsana que propone Verbinski.