Un cándido pero decaído retrato sobre la imaginación en la adultez.
Los ejecutivos de Disney están en el país de las maravillas adecuando los más añejos y afamados relatos de la compañía a los modelos del live-action como jugada de fines capciosos. Y es que desde el principio, han sido ellos los responsables de popularizar dicho término entre los grandes estudios de la industria de cine americana. El ejemplo más cercano caería sobre la supervalorada “Beauty and the Beast,” dirigida por Bill Condon en 2017, la cual, fuera de ser uno de los más boyantes filmes de ese año dejando atrás la marca del billón de dólares a nivel mundial, sació las ansias de los más acérrimos admiradores y de los más casuales espectadores, lo que incentivó a las grandes cabezas a dar luz verde a variadas re-adaptaciones familiares para los próximos años, nutriendo, como efecto colateral, la limitación de la escasa creatividad cinematográfica.
Su más reciente largometraje de “carne y hueso” deriva de enfoque al desechar la posibilidad de trasladarla a la gran pantalla una historia ya contada, en cambio, toma a los emblemáticos personajes para hacerlos protagonistas de un relato nuevo sin prejuicios ni ambiciones. El oso antropomorfo de los libros familiares de Alan Alexander Milne acapara las pantallas de todo el mundo en compañía de sus amigos para una aventura más. Esta vez ambientada en la Inglaterra de mediados del siglo 20, la historia persigue la imaginación catatónica de un adulto Christopher Robin; ahora ya todo un hombre, sumergido en su trabajo, alejado de su familia, alejado de las tardes grisáceas que arullan los bosques de Ashdown, ha dejado atrás los años mozos, pero ¿quién le asegura que no pueden regresar?
Claramente, Greg Brooker y Mark Steven Johnson han escrito un drama destinado a un público mayor, aquel que creció con los libros y las adaptaciones de The Walt Disney, dejando un espacio limitado para las nuevas audiencias que deseen enamorarse por primera vez de los personajes. Se topa con notorias comparaciones con la franquicia “Toy Story” de John Lasseter y la oscarizada “Inside Out” de Pete Docter con respecto al tratamiento argumental. Aun así, el filme consigue aplicar una buena cantidad de humor, carisma y vitalismo propio a las situaciones a fin de que los más pequeños no se sientan desatendidos o perdidos en este viaje en retroceso, de la adultez a la niñez. El filme de Forster trabaja en la misma línea que “The Good Dinosaur” de Peter Sohn, principalmente por la sencillez de la historia; es un camino directo que no titubea hasta llegar a su destino, suscitando una tolerable predictibilidad que no molesta por el solo de hecho de reencontrarnos con aquellos animales que tanto nos divirtieron. Mantiene una dopada simplicidad hasta llegado el tercer acto, momento en el que se precipita a un desenlace inflado que no deja tiempo para analizar la tradicional moraleja, un arrebato que arriesgó todo.
Escrito a seis manos (Allison Schroeder, Tom McCarthy y Alex Ross Perry), el guion está cargado de puchlines inocentemente efectivos, proporcionados principalmente por el oso Pooh, que lo convierten en una especie de adorable comic-relief para la historia. Cada personaje adquiere una personalidad estrictamente definida y fiel a las anteriores películas, series y libros. Tigger y su carácter explosivo iluminan y animan cualquier secuencia en la que participa; la taciturnidad y el desaliento de Eeyore inyecta un tipo de ternura que beneficia el golpe emocional del personaje; la timidez de Piglet juega en un campo diferente a la de Igor, pues es su impoluta inocencia la que engancha al espectador a la aventura; personajes como Rabbit, Kanga, Owl y Roo sorpresivamente se abstienen en un segundo plano, cediendo tiempo en pantalla a los cuatro animales más reconocidos de la familia. Aunque cada vez que los personajes de felpa entran en escena tienden a robarse toda la atención, es Christopher Robin a través de quien debemos vivir la experiencia. Un adulto de clase media ahogado por su trabajo, un padre de familia que se ha olvidado de soñar es el medio ideal para narrar esta historia de retro-maduración. Un personaje bien diseñado, mucho mejor interpretado, que pasa por las fases exigidas de transformación y, al final, termina en un nivel superior del que se encontraba al empezar, es decir que su rol como protagonista cumple el cometido; sin embargo, la ausencia de un carisma arrollador hace que el espectador pierda de enfoque su viaje personal para centrarse en las divertidas osadías protagonizadas por los clásicos personajes y su hija, en especial, la acelerada secuencia final, una arma que les jugó en contra.
Mucha atención al peculiar estilo de animación, un hibrido hiperrealista entre CGI y live-action que le brinda a la propuesta una apariencia empáticamente única, incluso manteniendo la idea durante toda la proyección de que no son seres vivos, sino animaciones de felpa que encuentran vida en los movimientos y gestos; otra belleza artística de Disney. El diseño de producción es visualmente loable, recreando la Inglaterra de mitad del siglo XX verazmente, impregnando a cada cuadro de la moribunda hostilidad que dejó la Segunda Guerra Mundial, por supuesto, pasada por el tradicional filtro de la compañía. Sin embargo, deciden desarrollar gran parte de la historia en los umbríos campos británicos, en donde la tenuidad baña hasta el más mínimo elemento. La cinematografía de Matthias Koenigswieser podría considerarse como la más oscura pero igualmente cautivante en un filme de este tipo, desbancando así a Dean Semler por “Maleficent,” pues esa lugubridad y melancolía que emanan las imágenes crean escenarios con precisión histórica, más cercanos a la realidad que a la fantasía. El soundtrack de Geoff Zanelli y Jon Brion respira magia momentáneamente, piezas que adornan, más no que resaltan, los cuadros; un trabajo bien hecho, sin muchas sorpresas, que compagina bien con las imágenes.
El elenco vocal no podría estar mejor, albergando entre sus filas a estelares como Jim Cummings, Toby Jones o Peter Capaldi, actores que con sus voces inmediatamente nos remontan al pasado, a tiempos no tan desesperados. Los rangos vocales y sus correspondientes matices representan correctamente a cada personaje, lo que permite que la historia cobre vida y adquiera un toque de nostalgia que anima al espectador a quedarse. Ewan McGregor, sin excusa, entrega un buen Robin, experimenta un proceso de transformación de mediana calidad, y sin embargo, pese al medido carisma y la adustez, su interpretación es aun interesante pero improbablemente premiable. Hayley Atwell es un completo desperdicio con un papel secundario que nos hace pensar que luego de la cancelación de “Marvel’s Agent Carter” por ABC, esta gran actriz británica necesita dar con un papel que le haga honor, uno que la haga brillar y que no la deje como otra sombra de una figura masculina.
“Christopher Robin” de Marc Forster es un filme cetrino, rápido y directo que olvida ambiciones con una premisa que pudo haber creado una espectacular re-imaginación de uno de los clásicos más emblemáticos del entretenimiento infantil. Aún así, el poderoso carisma de los personajes animados, sus ocurrencias y la divertida secuencia final proveerá una experiencia agradable que deposita en sus dos primeros actos una construcción dramática imperfecta pero requerida. Forster parece ceñirse enfáticamente al guion que han escrito para él, tal vez fue su oportunidad para ser parte de la familia Disney o tal vez fue un proyecto personal que no logró conectar con el público tan bien como esperaba. Un live-action de magnificencia medida que extrañamente no se aferra a la nostalgia pero tampoco a dignas nuevas propuestas, un reboot que se extravía del camino apenas empezando y que recupera su horizonte demasiado tarde, cuando ya Pooh ha desaparecido.