Palabras envenenadas
por Paula Arantzazu RuizEn El insulto, Ziad Doueiri no se anda con sutilezas a la hora de poner en escena los distintos mecanismos y dinámicas que envenenan el conflicto, los conflictos más bien, que sufren los países de Oriente Medio. Aquí escenifica cómo un enfrentamiento a priori banal –un refugiado palestino le suelta gilipollas a un cristiano libanés– deriva en cuestión de estado –y odisea judicial– con el objetivo de enseñarnos que, efectivamente, las palabras tienen consecuencias y que el verbo violento es capaz de generar estallidos inexplicables. No se trata de corrección política, sino de cuidar también qué se dice a ese otro que el poder presenta como el enemigo.
Es cierto que al que fuera ayudante de dirección de Quentin Tarantino se le va bastante la mano con los sucesos que plantea en su relato, y que, en su alegoría sobre las heridas sin cicatrizar de los países de esa zona, circula por los caminos de la exageración y el tremendismo –los golpes melodramáticos de guion pueden llegar a enervar al personal–; pero también es cierto que los vericuetos de su maniqueísmo ayudan asimismo a comprender cómo de retorcido es el mecanismo de la maldad. En este sentido, El insulto, una de las cintas nominadas al Oscar a la Mejor película de habla no inglesa en los pasados Premios de la Academia, también subraya lo rápido que olvidamos los traumas de nuestra historia reciente, sepultados por los distintos discursos e ideologías agitadoras del odio. Tal vez Doueiri haya simplificado un conflicto complejo, pero los estereotipos que aparecen en El insulto explican bastante bien cómo funcionamos cuando la rabia nos corroe.
A favor: Su honestidad a la hora de presentar a los protagonistas. Todos tienen virtudes y zonas oscuras.
En contra: Hay giros de guion que son para taparse los ojos.