Si hay algo que caracteriza a Ridley Scott es que se la pela muchísimo ser históricamente correcto
Sinceramente, nos da igual si las batallas entre tiburones y gladiadores ocurrieron en el Coliseo de Roma en la vida real. Lo que realmente importa es que al ver Gladiator II en la gran pantalla quedan chulísimas y eso mismo es lo que se le debió pasar por la cabeza a Ridley Scott, un director que no se preocupa demasiado por el rigor histórico de sus producciones.
No le preocupa ahora y no le ha preocupado mucho a lo largo de su carrera. Napoleón es un ejemplo reciente, pero Gladiator también tenía sus patinazos y eso no ha impedido que se convierta en la cinta de romanos más famosa de la industria. Ahora que las espadas y sandalias de Paul Mescal y Pedro Pascal están a la orden del día, echamos la vista atrás para analizar la cinta que se estrenó en el año 2000. Lo hace Alesya Makarov en No son como las demás.
En lo que a espectacularidad se refiere, Scott tiene un 10; pero si hablamos de rodajes tranquilos, suspende. Comenzó Gladiator con tan solo 21 páginas de guion. No sabía cómo continuaría la historia ni cómo acabaría. Fue improvisando y, sorprendentemente, el resultado fue más que decente.
La idea de Gladiator nació hace mucho tiempo atrás, en 1972. David Franzoni, el guionista que acabaría escribiéndola, acababa de graduarse en la universidad y decidió tomarse un año sabático para viajar en moto a lo largo y ancho de Europa. En su viaje descubrió la gran cantidad de anfiteatros, coliseos y arenas que todavía se conservan de la época romana y se sintió fascinado por el tema. Continuó su viaje hacia el este, pasando por Turquía, hasta Iraq, y ahí conoció a una chica con la que hizo un intercambio de libros. Él le regaló un libro que llevaba encima sobre la Revolución Irlandesa, y ella le regaló una historia pulp sobre gladiadores romanos llamada “Those About to Die”, de Daniel P. Mannix. Lo que más le había fascinado de este libro era su manera de conectar con quiénes y cómo éramos en el pasado, con quiénes y cómo somos en la actualidad, y su comprensión de los coliseos como una franquicia deportiva. Su historia no es la que acabaría en el cine, pero fue lo que inspiró a Franzoni para decidir que si algún día se convertía en un guionista, quería hacer Gladiator realidad.
Casualmente 25 años después de eso, Franzoni se convirtió en un guionista de Hollywood. Y no solo eso, sino que también tenía una relación muy estrecha con DreamWorks y con Steven Spielberg. Cuando estaban rodando su película conjunta Amistad en Roma, Franzoni fue a la biblioteca local para leer un poco sobre la historia de la ciudad, y ahí fue cuando la idea volvió a surgir. Franzoni tenía mucha confianza con Spielberg y le presentó la idea que había tenido en su juventud para ver qué le parecía: la historia de un gladiador que desafía al imperio romano y que lo único que desea es volver a casa con su familia.
Digamos que ese primer borrador no era precisamente una genialidad, pero tenía potencial. DreamWorks compró los derechos del guión, y se dijeron que ya lo irían mejorando por el camino. Se reunieron con Ridley Scott, a quien enseñaron el ‘Pollice Verso’ de Jean-Leon Gerome, pintado en 1872. Los productores cuentan que en esa reunión Ridley no despegaba los ojos del cuadro, casi sin escuchar siquiera lo que le decían el resto de la reunión, y que al terminar aceptó sin dudar dirigir la película, sin siquiera leer el guión. Ese cuadro fue suficiente para disparar su imaginación.
Decidir cada noche lo que iban a rodar al día siguiente
Por alguna razón, la productora tenía que dar luz verde lo antes posible para comenzar con el proyecto, por lo que a pesar de que no estuvieran convencidos con el resto del guión, tiraron con el rodaje.
Estaba planeado que grabaran en tres localizaciones, Inglaterra para la batalla de Germania, Marruecos para la escuela de gladiadores, y Malta para el coliseo romano. Pues bien, todo lo que rodaron en Inglaterra estaba bastante detallado en el guión, pero cuando llegaron a Marruecos ya empezaron a bailar el tango de la muerte de la improvisación escena a escena porque no había nada escrito en firme. Ridley estaba bajo una presión increíble, ya que tenía que sacar una película adelante con varias localizaciones internacionales, miles de extras y un presupuesto de 103 millones de dólares, osea, telita. Cada noche, Ridley, Russell Crowe y Franzoni se sentaban juntos hasta la madrugada, con cigarros y whisky, a decidir qué es lo que iban a rodar al día siguiente. A la vez, lo que iban a rodar, se lo tenían que notificar al estudio y a los productores, que también tenían su propia opinión de cada cosa, por lo que era más estresante y caótico aún.
Cuando estaban llegando al final, la cosa cada vez estaba más tensa porque no sabían cómo cerrar la historia. Vale, Máximo ha llegado hasta Roma, ¿y ahora qué? ¿Organiza una revuelta? ¿Pasa del Senado, le ayuda? ¿Al final vive? ¿O muere? ¿Se lía con Lucila o no? Había muchas posibilidades y ninguna les convencía. Ese fue el momento en el que se sumó al barco otro guionista, William Nicholson. Con ojos frescos, reescribió el tercer acto al completo, y no solo eso, sino que hizo uno en condiciones.
La película hasta ese momento estaba quedando como una película oscura de venganza, pero William le dio un poco de luz al asunto, y sobre todo volvió a la esencia de la historia: la de un hombre que tan solo quiere volver con su familia. Y concibió la escena más mítica y que más recordamos: la de Máximo reencontrándose con su familia, pero no en vida, sino en el más allá. Perdió a su familia, sí, pero al final consigue reunirse con ella, después de salvar Roma de su malvado emperador. El concepto les pareció a todos tan bello, que no se habló más: tenían su final.