Pasos de danza sobre el filo de una navaja
por Marcos GandíaAunque inevitablemente se va a comparar esta decadente, politizada y metafórica Suspiria de Luca Guadagnino con la imperecedera, fascinante, críptica y magistral Suspiria del maestro Dario Argento, la verdad es que no tiene nada que ver la una con la otra. Sí, tenemos una escuela de baile, asimismo sita en el Friburgo de los años 70, esa Alemania de un esoterismo soterrado que en realidad es una alegoría sobre el fascismo latente, y a una joven alumna extranjera que aterriza en ese claustrofóbico universo para ser devorada por fuerzas sobrenaturales. Y sin embargo, no estamos ante un relato de brujas, de esas tres madres sobre las que Argento construyó sus arquitecturas del Mal (femenino, Judiths diabólicas y demoníacas que cortaban las cabezas de los hombres), sino ante una galería de espejos sobre la condición femenina.
Es precisamente una sala de espejos la que une, por un efímero y sangriento instante, a la Suspiria de 1977 con la Suspiria del 2018. Es el único momento en que de verdad el film de Guadagnino mira (¿desde acaso un reflejo?) al género terrorífico, al fantástico, para de seguida abandonarlo (respetuosamente) y proseguir su relectura de la Maldad europea, de la Europa podrida, pero no por ese aquelarre que hoy acusarían de misógino que permitía a Dario Argento fabular con ideas sobre la virginidad, el sexo y los ciclos (rojos, nocturnos) menstruales. El autor de Call me by your name sublima a Argento, y con él a toda la tradición y la escuela del fantastique europeo. Es una operación que ya efectuó en Yo soy el amor, donde vampirizaba con fervor y febril desenfreno estético a Luchino Visconti para hacer al final algo diferente. Su Suspiria se permite repetir dos veces una misma escena y conversación (con Tilda Swinton en ambas, pero en una de ellas masculinizada y envejecida) para decirnos que las libertades y los logros (empezando por ese feminismo que hoy parece centrar todos los discursos posibles) de los años 60 empezaron a bailar con el diablo en los 70, y que ese Mal que sobrevuela por encima de las protagonistas de la película va a permanecer décadas hasta quedar en ese espejo del futuro donde ese viejo profesor (aquí más la bruja de la versión original de Argento), que es ese fascismo que pervive en letárgico sueño, va a seguir hechizando las academias de danza, al género femenino.
Inevitablemente vamos a mirar y a juzgar a esta Suspiria a partir de las cromáticas sensaciones, las inexplicables y orgánicas sensaciones que la otra Suspiria sigue provocándonos en cada nuevo visionado. Si la entendemos como otra cosa, como un ensayo cerebral que no reniega de la exuberancia visual y los colores otoñales de la decadencia absoluta, disfrutaremos de este juego, acaso más cercano al universo de Michael Powell (Las zapatillas rojas meets El fotógrafo del pánico) que al del firmante de Inferno.