De padres e hijos
por Alejandro G.CalvoFreddie Quell (Joaquim Phoenix) es un hombre escindido. Regresa de la guerra embebido en la confusión, sumido en un alcoholismo de garrafón casero, obsesionado por el sexo y con una tendencia desorbitada a estallar en rasgados arrebatos de violencia. Es un hombre perdido, profundamente solitario, incapaz de conectar con el resto de la sociedad. Su devenir caótico podría emparentarse con el del protagonista de "Viaje al final de la noche" de Céline si éste se hubiera visto atrapado en un relato cien por cien faulkneriano. Quell es un hijo putativo más de la estirpe legada por Ethan Edwards (John Wayne), aquél ex soldado desubicado que en 'Centauros del desierto' (1956) canalizaba su confusión vital mediante la rabia y la obsesión. El mismo violento legado con el que sobrevivía Travis Bickle (Robert DeNiro), protagonista de 'Taxi Driver' (1976) -otro hombre obsesionado de una forma turbia con el sexo y la pornografía, más fruto de su confusión con respecto a las mujeres que como una parafilia fetichista-, atrapado/protegido en un taxi a través de la noche neoyorquina. Todos ellos -Quell, Edwards, Bickle- son supervivientes desechados por la sociedad, figuras que tratarán, a través de su violento y errático devenir, de encontrar algo parecido a cierta paz (que no felicidad), cada uno a su peculiar manera. En el caso de Quell, y dado que ésta es una película de Paul Thomas Anderson, su catarsis pasará por enfrentarse (redimirse) a una figura paterna, que en la película adopta el mesiánico Lancaster Dodd (Phillip Seymour Hoffman), líder de una secta que cree en la transfiguración de las almas y en los viajes en el tiempo como medida para solucionar los males del presente.
Cada vez resulta más complejo encontrar asideros para abordar la obra de P. T. Anderson y, en el caso de 'The Master', la situación se agrava sobremanera ante la ferocidad con que sus imágenes, literalmente, acaban por hacerte explotar la mente. Por trazar un símil comprensible: digamos que la desconcertante y asombrada impresión con el que uno se enfrenta a su cinta es muy similar a la experimentada con películas como 'El cuarto mandamiento' (1942) o 'Barry Lyndon' (1975). Y es que al igual que Orson Welles y Stanley Kubrick, Anderson es un cineasta que se mece entre el expresionismo estético y el relato impresionista. Tradición frente modernidad, pasión servida en gélida frialdad, la locura abordada desde una lógica aplastante; la antítesis (que no contradicción) como principal mecanismo narrativo: Anderson pone en escena pulsiones extremas -un amor arrobado, un odio desenfrenado- aplastándolas en el plano como quien atrapa insectos en ámbar. Hay que tener valor para realizar una película tan desclasada, tan demodé para los tiempos que corren, una película que cuida al detalle cada elemento que la conforma -la dictadura del plano autártico es omnipresente- y se mece deforma ambigua y enconada -como la magistral banda sonora que ha compuesto Jonny Greenwood- a través de emociones contradictorias, cuando no ocultas, probablemente aún más desaforadas que las que rasgaban 'Pozos de ambición'.
P.T. Anderson va a la caza del gran relato americano. El del ya citado William Faulkner, pero también el de otros grandes escritores que sufragaban la aventura exterior con el via crucis interior: de F. Scott Fitzgerald a Ernest Hemingway. Para ello regresa sobre la figura metafísica del padre, pieza central dramática en buena parte de sus películas: del director de cine X de 'Boogie Nights' (1997) al mefistofélico Daniel Plainview de 'Pozos de ambición', pasando por todo ese cúmulo de padres violadores, cancerosos y torturadores que protagonizaban 'Magnolia' (1999). Y es que prácticamente 'The master' es un tête-à-tête entre maestro y discípulo, entre padre e hijo, entre un farsante y un crédulo -las secuencias de "terapia" conjunta de ambos acaban resultando las imágenes más demoledoras de la cinta-; un corpus dramático sobre el que gira el resto de la ficción, validando a través de ella lo veraz del relato así como lo inestable de las relaciones existente entre el resto de los personajes (esposas, hijos, amigos). Un camino esquivo, con tendencia al spinning centrífugo, pero desarrollado con la misma cadencia que los grandes narradores de los años cincuenta. Porque seguramente la obsesión de Anderson a la hora de configurar los planos remitan al Kubrick de, por ejemplo, 'Eyes Wide Shut' (1999), pero en su gérmen habita una mirada clásica con la que hubieran comulgado tanto Nicholas Ray como el John Huston de 'Dublineses' (1987).
Los críticos, individuos pasionales egocéntricos por definición, tendemos a exagerar los sentimientos cuando se trata de defender una obra que nos ha apasionado. Es un defecto de serie, supongo, que no pocos quebraderos de cabeza nos ha comportado. De ahí que me exigiera a mí mismo unos días de reposo antes de escribir este texto, pues no quería que la subyugación que me produjo el visionado de 'The Master' acabara por sublimar los esbozos de pensamientos y emociones (que no ideas cerradas) que me sacudían la cabeza. Todo ello con un sólo propósito: afirmar a viva voz que 'The Master' está hecha de la misma pasta con la que están hechas las grandes obras maestras de la historia del cine (clásico, moderno, tanto da). Y que su visionado me ha dejado el cuerpo con la misma sensación de nerviosismo, excitación y felicidad que cuando vi por primera vez 'El Padrino' (1972), 'Les enfants du paradis' (1945) o 'Te querré siempre' (1954).
A favor: La dirección de Anderson y Philip Seymour Hoffman en estado de gracia.
En contra: Que su radicalidad asuste a los espectadores.