Críticas
3,5
Buena
El monje

El demonio, probablemente

por Beatriz Martínez

A lo largo de la historia de la literatura han sido muchos los escritores que se han introducido en las contradicciones que conlleva el ejercicio de la castidad en los sacerdotes, como medio para indagar en la imposibilidad del ser humano de alcanzar la virtud absoluta, pero sobre todo como medio para desmontar las mentiras de la Iglesia, criticar sus imposiciones y poner al descubierto sus artimañas para manipular a los creyentes. El enfrentamiento entre el bien y mal, entre el pecado y la culpa, entre la hipocresía y la doble moral están presentes en la configuración de personajes atormentados que sufren por su imposibilidad de acercarse a esa perfección a la que deberían aspirar. Desde Leopoldo Alas Clarín en "La Regenta" o Miguel de Unamuno en "San Manuel Bueno, mártir", hasta George Bernanos en novelas como "Bajo el sol de Satán" o "Diario de un cura rural", pasando por el portugués Eça de Queiroz en "El crimen del padre Amaro" o Umberto Eco en "El nombre de la rosa". De alguna manera, todos estos personajes responden a ese frágil equilibrio que existen entre el bien y el mal y de ellos se sirvieron los autores para realizar afiladas sátiras acerca de la institución religiosa en aquellos tiempos en los que imponían sus designios con total impunidad bajo la amenaza de la condena eterna. Uno de los primeros que se atrevió a poner en entredicho la figura del sacerdote como la cabeza visible de una Iglesia débil y traicionera fue Matthew G. Lewis en "El monje" (1796), una novela gótica que fue uno de los mayores escándalos de su época.

Después de que fuera adaptada en un guion por Luis Buñuel y Jean-Claude Carrière para una película que terminó dirigiendo el griego Ado Kyrou, ahora se ha hecho cargo de una nueva versión el francés Dominik Moll, acostumbrado a indagar en los mecanismo del mal en películas como ‘Harry, un amigo que os quiere' (2000) o ‘Lemming' (2005) y que aporta una interesante lectura de este clásico de la literatura incendiaria.

La película se centra en la figura de Ambrosio (un magnífico Vincent Cassell en, probablemente, el mejor papel de su carrera), un eminente sacerdote con amplias dotes de orador que es capaz de embelesar a una audiencia totalmente entregada a sus sermones. Ambrosio es el símbolo de la integridad moral, así como Antonia (Joséphine Japy) lo es de la pureza. Sin embargo Ambrosio es un alma atormentada. Sufre abundantes dolores de cabeza que lo sumen en una tortura interna de la que no puede escapar, y tiene visiones y sueños que no es capaz de entender. Todo cambiará a partir del momento en el que entre a vivir en el monasterio un misterioso personaje, Valerio, cuyo rostro está cubierto por una máscara de madera y que se interesa de manera especial por Ambrosio. En realidad, lo que oculta esa máscara no es más que el rostro del mal y del pecado, el del demonio con forma de mujer que ha venido a tentar a Ambrosio para llevárselo y de paso dilapidar la virtud de Antonia en un plan metódicamente estudiado.

Dominik Moll orquesta alrededor de estas circunstancias un thriller psicológico que poco a poco se va adentrando en las fronteras del género fantástico para terminar sumergiéndose en él a través del horror. De esta forma, realizamos un recorrido que nos conduce desde el cielo hasta el infierno, una trayectoria de descomposición de un personaje que comienza siendo un santo y termina violando y asesinando después de convertirse en el títere del maligno, sometido a su voluntad, abandonado al placer de la carne, de las mentiras y del egoísmo.

La película se encuentra compuesta por una exquisita composición de ambientes lúgubres y espacios fríos de clara influencia pictórica, en los que la piedra de los interiores contrasta con el abrasador calor exterior. La plasticidad de los ambientes dota a la película de una consistencia estética muy penetrante, que además se complementa con secuencias de un alto voltaje sensitivo y poderosa fuerza visual.

Lástima que estas virtudes queden un tanto desmerecidas a causa de un final demasiado precipitado y burdo, que anula el misterio y la tensión que hasta el momento había conseguido trasmitir Dominik Moll durante la mayor parte del metraje.

A favor: los primeros tres cuartos de hora, hipnotizantes.

En contra: un final bastante deslucido.