Críticas
4,0
Muy buena
Salvajes

La guerra en casa

por Carlos Losilla

Oliver Stone es conocido sobre todo por sus frescos épico-paranoides acerca de la historia americana reciente, de 'JFK' (1991) a 'W.' (2008), o de Kennedy a Bush. Menos apreciados son, sin embargo, sus misteriosos thrillers, igualmente enloquecidos y anfetamínicos. Asesinos natos fue recibida con división de opiniones, aunque ganaban quienes la consideraban una mera exhibición de violencia gratuita. Y 'Giro al infierno' (1997), un vigoroso cruce entre Faulkner y Kafka, es hoy una de las películas más injustamente olvidadas de su filmografía. Stone no sólo hace historia cuando dice hacerla, sino también cuando parece que habla de otras cosas.

Por eso Salvajes es uno de sus mejores trabajos, porque va por los dos caminos a la vez, aunque no lo parezca. Empieza como la confesión de una jovencita sin demasiadas luces y termina como una historia de la Gran Locura Americana. De lo particular se pasa a lo general en medio de un cuento cruel, histérico y feroz. Y de la vida tranquila de esos dos dealers de cannabis instalados en California, que viven discretamente de su negocio y en un gozoso ménage à trois con la narradora, se pasa a un enfrentamiento titánico, gigantesco, con un cártel mexicano que no quiere competencia. Stone recurre a todo su arsenal de imágenes lisérgicas, de planos filmados a la velocidad de la luz y de violencia que crece como un cáncer para situarlo todo al servicio de una obsesión: hablar de guerras absurdas, de inocencias perdidas, de un espacio que no es tanto un país como una bomba de relojería. Estamos, de nuevo, en territorio 'Platoon' (1986).

La idea consiste en convertir la frontera con México en Afganistán o Irak, explicar de qué modo cualquier provocación puede desatar los demonios americanos, la furia de una máquina de matar que no tiene límites. Y convertirlo todo en un infierno. Pero también en ver cómo se explica eso, cómo se le dice al espectador. Al ser una narración contada por un testigo de los acontecimientos, esperamos una cierta objetividad, pero en lugar de eso nos encontramos con dudas, con un tono absurdo que responde al de la mente anulada de la muchacha, con viñetas a veces inconexas que restallan como fogonazos de una conciencia escindida. Incluso se proponen dos finales, pues en el fondo ya nadie se acuerda de cómo terminó todo, de los muertos y de las heridas morales. Pues Salvajes, y de ahí su importancia en la filmografía de su autor, es también una reflexión sobre el relato cinematográfico y sus modos de desplegarse en el siglo XXI. Stone, quién lo diría, sigue investigando lenguajes.

A favor: su desmesurada ambición, por qué no.

En contra: que Stone nunca sea consciente de las limitaciones que impone la industria.