A través de la noche
por Carlos Losilla¿Quién hubiera dicho que David Gordon Green, el delicado cineasta responsable de 'George Washington' (2000) o 'Undertow' (2004), el paisajista sensible a lo Terrence Malick, iba a verse envuelto en comedias de trazo grueso como 'Superfumados' (2008) o esta 'El canguro' que nos ocupa? ¿Y quién puede decir que haya tantas diferencias entre ambos registros? Según diversas declaraciones, una de la películas favoritas de Malick es Zoolander, de Ben Stiller, lo cual quiere decir que lo que importa aquí no es tanto el género como la mirada: la realidad vista como ensueño que puede escorarse tanto hacia la poesía como hacia el absurdo, en el fondo no tan alejados como pudiera parecer. Y por ello ese "trazo grueso" del que hablaba puede aplicarse a las apoteosis líricas y a los excursos cómicos, pues en ambos casos nos encontramos ante un pequeño apocalipsis de las formas: el tono favorito de Gordon Green es, en el fondo, el exceso.
No me culpen por este exordio exculpatorio, como si les estuviera diciendo: "¡Oh, me gusta Gordon Green, haga lo que haga, y por eso lo voy a justificar todo!" O cúlpenme, si ése es su deseo, pues no estarán muy alejados de la realidad. Por supuesto, razones industriales de inequívoca estirpe hollywoodiense pueden justificar ese cambio por el simple hecho de que el pobre hombre necesita comer, y no iban a ser sus primeras películas las que le proporcionaran las alubias necesarias. Pero a mí me gusta más pensar –la crítica es también una forma del deseo subjetivo— que ha asumido ese nuevo papel con ganas y energía, cosa que no desmienten ni Superfumados ni, aunque en menor medida, El canguro. Ambas se insertan en el modelo de la "comedia gamberra" americana, cuentan con actores adictos al género y no se saltan ni una sola de sus convenciones. Pero también ambas se ajustan a lo que parece ser ya una fase crepuscular de esta tendencia, y por ello resultan especialmente sombrías y ansiosas. No en vano estamos hablando de una corriente que lleva ya más de treinta años en activo y a la que empiezan a vérsele las arrugas.
En este sentido, las contradicciones de 'El canguro' son indiscutibles. Podemos hablar de una versión perversa de 'Mary Poppins' (1964), donde el lugar angelical de Julie Andrews es ocupado por un neurótico inmaduro al que da vida Jonah Hill. Podemos hablar de una variante de '¡Jo, qué noche!' (1985), de Martin Scorsese, concebida para adolescentes onanistas. Podemos hablar de un viaje a través de la noche urbana concebido en clave cómica. Y bla bla bla. Pero ¿podemos hablar de las contradicciones de 'El canguro'? ¿Podemos decir que ahí está lo mejor de esta película desigual y llena de altibajos? ¿Cómo se justifica eso desde el lugar del crítico? ¿Cómo queda un servidor ante quien lo lea y quiera un veredicto rápido? ¿Cómo poner las estrellitas, cómo decir el "a favor" y el "en contra"? Pues no hay otro remedio, señores y señoras, porque lo que otorga entidad a una película como ésta es la distancia insalvable entre lo que quiere y lo que consigue. La peripecia de ese canguro improvisado que debe hacerse cargo de tres niños en una noche loca, en la que –entre otras cosas— tiene que conseguir cocaína para la mujer que ama, es a la vez grotesca y patética, y ambas cosas son indiscernibles. No está dirigida a un público infantil porque es demasiado obscena, y tampoco está dirigida a un público adulto porque es demasiado ingenua. En la distancia entre ambas posiciones está su punto justo, que es tan desequilibrado como todo lo demás.
Con admirable concisión -el metraje no llega a la hora y media de rigor-, utilizando la unidad de tiempo como paradigma, adheriéndose a unos pocos personajes que van entrecruzándose con secundarios surreales, 'El canguro' pinta un paisaje desolado que concluye en soluciones idealizadas. La noche es el lugar de la neurosis y el vacío, allá donde van a salir a la superficie los traumas de los personajes, incluso infantiles: el desamparo, el abandono, la soledad. Y ahí estará el canguro Jonah Hill para solucionarlos, para otorgar confianza a esos críos, para guiarlos por ese infierno dantesco de esa madrugada que es la vida en toda su sordidez. Pero ahí está también Hollywood para equilibrar la cosa, para disfrazar todo eso de aprendizaje, de educación, de catarsis, de manera que unos niños malcriados se conviertan al final en camaradas de un joven alocado que en el fondo es un buenazo. ¿Con qué quedarnos? Yo diría que con esa negrura nocturna, con los personaje secundarios (entre ellos un espídico Sam Rockwell) que seguramente desaparecerán al amanecer, con esa visión subterránea de la familia americana como nido de paranoias y criadero de psicópatas. Por supuesto, algunos gags son imperdonables, la estructura está descompensada y sobra algún que otro parlamento moralista. Pero ¿qué más da? He aquí el lado oscuro de la nueva comedia americana, y por muchas luces que se quieran proyectar sobre él, por muchos agujeros negros que se detecten, ostenta el atractivo de la decadencia: quizá Gordon Green sea el encargado, desde fuera, de redactar el acta de defunción.
A favor: sus irresistibles desequilibrios.
En contra: que alguien tenga la tentación de buscarle una lógica.