Críticas
4,0
Muy buena
Violette

El existencialismo según Provost

por Israel Paredes

El director francés Martin Provost ha demostrado a lo largo de su, por ahora, corta pero muy interesante, carrera un especial interés en el retrato de personajes femeninos en conflicto, ya sea interno o externo o ambos. En su quinto largometraje, Violette, Provost se adentra en un período de la vida de la escritora Violette Leduc para narrar no sólo sus problemas personales, sino también para hablar de una época, y, sobre todo, para narrar la construcción de una escritor

Violette es una película cuya narración se abre hacia diferentes direcciones. Construida a base de capítulos nominados cada uno de ellos con el nombre de una persona que, de una manera u otra, influyó en la vida de Violette Leduc (1907-1972), comienza a media res, con ésta, una impresionante y magnífica Emmanuelle Devos conviviendo con el malogrado escritor Maurice Sachs en los albores del fin de la Segunda Guerra Mundial, sobreviviendo cómo pueden gracias al mercado negro, ocupación que Leduc no abandonaría hasta mucho después. Provost va desvelando al personaje, mostrando cómo de manera casi fortuita se convierte en escritora. Y lo hace no por cuestiones, o no sólo, de cariz intelectual, como aquellos escritores y filósofos con los que acabará relacionándose casi contra natura, sino por cuestiones personales, existenciales. El contexto cultural en el que se desarrolla la película es precisamente el existencialismo francés, por lo que Violetteno deja de ser un retrato atmosférico y anímico de una época, personificado en Leduc, pero haciendo hincapié en el aspecto personal: la futura escritora, como decíamos, llega a serlo como vía de escape, utilizando la literatura como fuga de una existencia que la reprime en todos los sentidos. Curioso resulta cómo el director crea un fuerte contraste entre los escritores que rodean a Leduc y ésta: mientras para ellos todo parece un juego, o una manera de alcanzar notoriedad, en algunos casos impostando demasiado su intelectualidad, para ella es algo mucho más serio, más personal: la literatura es la única manera de que alguien la escuche, de que alguien la tome en serio.

La creación literaria no es muy cinematográfica de mostrar, al fin y al cabo, ver a una persona sentada escribiendo no es demasiado operativo ni interesante. Por eso resulta excelente como Provost, que sólo muestra a Leduc ante la escritura en contadas ocasiones, busca el mostrar esa creación mediante un trayecto personal: aquello que plasma sobre papel no es otra cosa que la extrapolación de sus vivencias personales, de sus emociones, de sus miedos. Mediante la llamada autoficción, que en Francia y en otros países se desarrolló décadas antes de que se pusiera de moda la etiqueta, Leduc exorcizó sus demonios, desde la infancia hasta su presente, mediante la escritura. Una creación en proceso que Provost va mostrando a base de esos capítulos que marcan una estructura perfectamente cronológica pero fragmentada, atento a cada persona que de una forma u otra fue importante para el desarrollo personal y artístico de Leduc, eliminando todo ornamento narrativo.

Como biopic, resulta muy particular, pues tan sólo narra el período de vida de la escritora comprendido entre el final de la Segunda Guerra Mundial y el final de la década de los sesenta, cuando consigue el éxito con su obra La bastarda. Entre ambos momentos, Provost se centra en hablarnos de la problemática de una mujer y de su época, de su relación con Simone de Beauvoir (Sandrine Kiberlain), quien ayudará y no poco a Leduc a llegar a ser quién fue, aunque su relación fuera controvertida. El director francés juega con el cine de época tan francés, como también lo hiciera con Séraphine, película con la que Violette guarda no pocas relaciones, también un retrato de una artista, en este caso pintora, enfrentada a problemas. A Provost le interesa menos la reconstrucción de una época como mostrar ésta en relación a los personajes. Aunque el diseño de producción es brillante, el cineasta lo toma como mero contexto en el que mover a sus personajes, de ahí una puesta en escena en la que no se busca los grandes planos panorámicos, ni el enfatizar el paisaje. Los detalles hablan por sí mismos, e importa el paisaje humano. Provost, no obstante, relaciona bien a los personajes y al decorado situando a éstos en su interior mostrando la opresión que siente en una época dorada de la literatura francesa pero cuyas bases no eran otras que un malestar generalizado tras la guerra. Ayudado por el siempre excelente director de fotografía Ives Cade, el director construye una película oscura, con el negro como color predominante, transmitiendo cierta angustia, desasosiego, una manera magnífica de definir tanto a Leduc como a su entorno.

Lo mejor: Devos, la puesta en escena de Provost, la fotografía de Cade.

Lo peor: Su duración, algo patente en su tramo final.