Tedio en las entrañas
por Suso AiraEn los buenos tiempos de la exploitation, un hecho de esos reales y mediáticos como el de los mineros chilenos atrapados bajo tierra habría tenido ipso facto su película, morbosa, exploit y sin ningún tipo de rubor o de vergüenza. O sea: se habría hecho una buena película. Pero eran los años en los que la televisión no hacía el espectáculo en directo que se hizo con los 33 mineros, en donde el cine cubría esa necesidad de amarillismo en diferido. Quienes recordamos lo que René Cardona hizo con el accidente aéreo de los jugadores de rugby chilenos en Supervivientes en los Andes sabemos de qué hablamos. Los 33 es como ¡Viven!, la aburrida, New Age y acomodaticia versión que el cine mainstream y hollywoodiense de los años 90 perpetró, dentro de la peor corrección política, del caso de canibalismo y supervivencia andina. Inane hasta decir basta y de estructura telefílmica, este largometraje que se pretende verista, y (lo que es peor) humanista, es incapaz de lograr emocionar con el uso de un suspense que sabemos de antemano que no va a tener un final infeliz.
Aun así, cuando dedica metraje a eso tan cinematográfico de mostrar cómo se efectúa una misión de rescate, da igual que conozcamos el desenlace: ese espíritu Bricomanía y MacGyver que algunos tenemos agradece la pormenorizada descripción del plan de ingeniería que posibilitó el suministro, comunicación y recuperación final de los mineros. Pero no todos los cineastas son como el Becker de La evasión, capaz de aguantar minutos en un plano fijo que muestra cómo se hace un agujero en el suelo de una cárcel.
Quien firma Los 33 no es Becker, y dista muchísimo de ser alguien con el mínimo de interés cinematográfico. Más centrado en el dramatis personae el cual tampoco sabe resolver más allá de una yuxtaposición de tópicos, alguno que no irritan, otros de una vergüenza ajena considerable, Los 33 carece de emoción y de una construcción y puesta en escena que sí que es teatro y no Los odiosos ocho de Tarantino. Uno puede perdonar incluso esas licencias de cara al gran público (una iluminación imposible dentro de ese encierro, el maquillaje de los actores…), es un toque como vintage de cine de estudio de otras épocas que llega a provocar cierta simpatía.
Lo que sí es imperdonable es el sopor final de estas dos horas interminables y, sobre todo, la interpretación de Antonio Banderas. Lleva el actor malagueño un par de años coqueteando con el desastre y aquí se ha hundido en él. Esperemos que vea la luz… aunque su próximo estreno es una cosa con cuevas y firmada por el rey del aburrimiento: Hugh Hudson.
A favor: su banda sonora, aunque no pegue ni con cola con las imágenes.
En contra: es un producto más plano que el flatline de una máquina de signos vitales.