El sonido del miedo
por Gerard CasauCuando pensamos en el cine, solemos acordarnos de aquellas escenas e imágenes que más nos han arrebatado. Es muy probable, además, que esas proyecciones mentales sean mudas, sin ningún sonido que las arraigue en un contexto realista o fantasioso. Quizá escuchemos la canción o la melodía que las acompaña en pantalla, o alguna frase memorable pronunciada por los actores, pero el universo acústico parece condenado a ser el gran olvidado del arte audiovisual, a pesar de los estudios que le han dedicado teóricos como Michel Chion, y de que cineastas tan capitales como David Lynch insistan en su importancia, implicándose directamente en la creación de espacios sonoros para sus obras.
Esta infravaloración se hace patente en el hecho que, dentro de la corriente temática del "cine dentro del cine", las películas sobre técnicos de sonido brillan por su ausencia casi total. Podemos pensar en Impacto de Brian de Palma, aquel casi-remake del Blow Up antonioniano (no en vano su título original es Blow Out) en el que un técnico de sonido con los rasgos de John Travolta registraba sin pretenderlo el ruido de un neumático reventado por una bala, lo que descubriría que la muerte de un político no había sido tan accidental como parecía. Pero, seguramente, tendríamos dificultades para alargar la lista mucho más.
Berberian Sound Studio permite sumar un nuevo ítem a esta cadena de (gloriosas) excepciones, presentándonos a Gilderoy (un Toby Jones excepcional en todos los sentidos: por la mesura de su trabajo y por lo poco habitual que resulta verlo en un papel protagonista), un apocado técnico de sonido inglés que, en los años setenta, llega a un estudio de postproducción romano para trabajar en una cinta italiana de terror gótico: "Il vortice equestre", film ficticio del que solo llegamos a ver los impactantes títulos de crédito, y cuya trama nos es revelada de manera esquiva; únicamente sabemos que en ella figuran brujas, demonios y escalofriantes torturas. Gilderoy no está en absoluto acostumbrado a esta clase de cine, y la combinación entre las horribles acciones que debe "perpetrar" (triturar verduras para simular la mutilación de un cuerpo, etc.) y el carácter marrullero del director y el productor de la película (sendas caricaturas siniestras del italiano canalla y machista) lo van sumiendo en un estado de alienación que acaba cediendo, en el tramo final del film, a una paranoia pesadillesca en la que la banda de sonido actúa literalmente como una capa de extrañamiento, hasta el punto de doblar el diálogo de escenas que ya habíamos visto y que identificábamos como una realidad "objetiva".
Con Berberian Sound Studio, el británico Peter Strickland (que este julio ha estrenado también su film posterior, The Duke of Burgundy) realiza un ensayo visual sobre el poder mesmerizante del sonido, dando imagen y cuerpo a un grito escalofriante (la actriz de doblaje, tensando las cuerdas vocales en una cabina aislada) o a un gorgoteo diabólico (la profesional formalidad de ese hombre que, en el estudio, se transforma en la Voz del Mal). Sin embargo, el director no olvida su infravaloración a ojos de los demás: el único instante en que Gilderoy ejerce de seductor tiene lugar durante un corte de electricidad, cuando su habilidad parar extraer sonidos extraterrestres de objetos mundanos entretiene y fascina a sus compañeros en la penumbra. Pero, en el momento en que vuelve la luz (la imagen), todos regresan a sus quehaceres, dejando al protagonista definitivamente solo y olvidado, en una estampa patética.
La película, además, suma valor para el público melómano: la banda sonora corre a cargo del grupo de música electrónica Broadcast, y Berberian Sound Studio se convierte en la cápsula que contiene los últimos registros de su vocalista, Trish Keenan, que falleció de neumonía en 2011.
A favor: El rigor de su peculiar pulso entre pulcritud teórica y locura subconsciente.
En contra: Que haya tardado cuatro años en estrenarse en España.