Críticas
4,0
Muy buena
El gran Hotel Budapest

Apología del cartoon (y la repostería)

por Alejandro G.Calvo

Todo cineasta-autor de rasgos estéticos fuertemente arraigados acaba encontrándose, con el paso del tiempo, en una encrucijada clave: o evoluciona llevando su obra hacia nuevas metas narrativas y/o estilísticas -pienso en David Cronenberg y David Lynch, claro, pero también en Tsai Ming-liang y Apichatpong Weerasethakul- o reincide en la misma bajo riesgo de que la carcasa ornamental acabe por devorar el contenido y se convierta en un cliché de lo más cansino  -y aquí me sirve tanto los últimos Tim Burton (ay), Woody Allen (ay ay) o Jean Pierre-Jeunet (ay ay ay)-. Pero también hay una tercera vía de supervivientes que, mientas prosiguen construyendo esa gran única obra de la que maman todas sus películas, consiguen realzar sus valores con unos mínimos cambios, en ocasiones casi imperceptibles, logrando acaparar toda nuestra admiración, convirtiéndonos en gozosos cómplices de una obra que, básicamente, no necesita de cambios estructurales significativos, sino de nuevas historias que se adapten a su corpus estilístico con la suficiente belleza como para que aplaudamos cada nueva pieza maestra de su repertorio. Pienso en Aki Kaurismaki, pienso en Wong Kar-wai, pienso en Wes Anderson.

Está claro que El gran Budapest Hotel, sobre el papel, es una comedia (divertidísima, con momentos de lo más sublime) que no posee la hondura dramática o las capas tragicómicas a lo J.D. Salinera de Los Tenenbaums (2001) o Moonrise Kingdom (2012). Tanto da. Esta grandísima película se plantea como un divertimento de alto voltaje, de ritmo trepidante y juegos de puertas (y ventanas) que habrían hecho que Lubistch aplaudiera a rabiar. Anderson, como es habitual en él, se vuelve a desentender del mundo real para someterse a la surreal dinámica metafísica del 'cartoon', si me apuran, incluso del musical clásico y, porque no, de las comedias mudas de principios del siglo XX, esas donde el realismo era algo insalvable y todo acaba resolviéndose por una carrera sin fin donde perseguidos y persecutores acaban confundiéndose en un sólo ensamblaje de cuerpos chocándose y tropezándose los unos con los otros.

Anderson sigue fiel a los mismos principios narrativos que ya asentó en Academia Rushmore (1998): dictadura del plano fijo vertical, tendencia al barroquismo ornamental, rima continua de colores y sonidos, un reparto coral plagado de intérpretes de primera línea, la vindicación de la sensibilidad (¡y la educación!) como armas de reafirmación personal, el juego continuo entre el relato hablado y el estrictamente cinematográfico así como ese fetichismo endémico de objetos -la repostería centroeuropea juega un papel importante en la cinta- convertidos para la posteridad en símbolos estéticos que sirvan para definir su obra. Si a eso le sumamos el juego de fugas poéticas, la logia de los conserjes de hotel como manera de dominar el mundo y una delirante persecución en la nieve con Willem Dafoe como psycho-killer de última generación, está claro que El gran Budapest Hotel hará las delicias de los fans de Anderson. Y las del resto de espectadores también.

A favor: Todos y cada uno de los encuadres.

En contra: Qué poco sale Léa Seydoux.