Críticas
2,5
Regular
Pussy Riot: Una plegaria punk

Militancia: por favor, RT.

por Gonzalo de Pedro

“El arte no es un espejo para reflejar el mundo, sino un martillo con el que golpearlo”. Esta cita de Bertold Brecht con la que arranca la película introduce la actitud con la que se enfrentaba al mundo el grupo punk-feminista Pussy Riot, el que podía haber sido uno más de la larga tradición de grupos de performances artísticas que difuminan las fronteras con la militancia política. O viceversa: acciones políticas que se valen de formas artísticas tomadas del accionismo, el punk, o el situacionismo para multiplicar la potencia de las protestas. Las Pussy Riot, nacidas en un país sin tradición de arte performático, eran más que conscientes de la importancia capital de las imágenes perdurables a la hora de configurar e incluso definir las protestas políticas: las tres mujeres enmascaradas, vestidas de colores chillones, y agitándose al ritmo de un himno punk en el opulento altar de una catedral ortodoxa se convirtieron en pocas horas en una metáfora de un país en el que la disidencia se tolera con serias reservas. En un mundo diseñado para la circulación y el consumo de imágenes, la única manera real de socavar las imágenes de la propaganda oficial es adueñarse de ellas, tomarlas por asalto, para subvertirlas.  

Y así fue: la prueba del poder de la acción que tres de las componentes del grupo llevaron a cabo en una catedral moscovita seis meses después del anuncio del regreso de Putin como presidente de Rusia por seis años más está en la propia imagen que generaron: poderosa y perdurable, capaz de condensar, sin palabras, las tensiones de un país con una, cuando menos extraña, manera de entender la democracia.

La película arranca con unas imágenes de un interrogatorio a las tres detenidas en prisión, al que los directores han aplicado un filtro digital para potenciar su aspecto televisivo: porque aunque la película retrate de forma convencional, en la ortodoxia documental de la HBO, los orígenes del grupo, y la lucha legal para conseguir su liberación, así como las maniobras del gobierno para encarcelar a quienes consideraban que habían cruzado una línea sagrada, atacando de forma clara la unión entre Iglesia y Estado al actuar en la catedral, destruida por en 1931 por el gobierno soviético, y reconstruida en los primeros años tras la caída de la URSS, el tema de fondo de la película son las propias imágenes: su creación, su poder de movilización, los iconos visuales como acciones políticas en sí mismas. No por azar las Pussy Riot eligieron esa catedral, donde tienen lugar las comuniones del presidente de la república, y no por azar, esa imagen de las mujeres enmascaradas terminó replicándose en la película de Harmony Korine, Spring Breakers. Al fin y al cabo, algo así es lo que pretendían las integrantes: que ese uniforme entre la estética terrorista y el punk, pudiera ser adoptada por cualquiera, en un retuiteo político. O en palabras de una de ellas, pronunciadas durante el juicio, y tomadas de una vieja canción suya: “Abre las puertas, quítate los uniformes, ven y prueba la libertad con nosotros”. Que la película sea un ejercicio más bien convencional, y adopte una forma clásica a la hora de contar una historia de unas subversivas de las imágenes, puede ser leído en realidad desde el punto de vista de la supervivencia de las especies: The War, la película que el norteamericano James Benning realizó con materiales rodados por las propias Pussy Riot y su grupo antecesor, Voina, apenas se ha podido proyectar en dos festivales en todo el mundo, por el peligro que supone para los componentes del grupo accionista la difusión de sus acciones. Dos caras de una misma realidad: la de las imágenes capaces, todavía hoy, de incomodar al poder.

Lo mejor: La aproximación a la potencia ideológica de un grupo que es más que un concierto en una iglesia.

Lo peor: Que el documental adopte las formas más convencionales cuando pide a gritos un revolcón audiovisual y político.