Noches blancas
por Carlos LosillaEl universo de los hermanos Larrieu es harto singular. No diré que carezca de parangón en el cine francés o europeo, pero sí que presenta ciertos síntomas más bien anómalos. Tomemos, por ejemplo, su película anterior, la primera de las suyas estrenada en España y titulada Los últimos días del mundo. En principio era una historia de ciencia-ficción sobre el apocalipsis, pero nada más lejos de ella que el estilo Michael Bay o Roland Emmerich. Tampoco tenía mucho que ver, sin embargo, con el resto del cine francés, por lo menos tal como se entiende desde un punto de vista canónico: amor, existencialismo, diálogos largos y sinuosos. El género se diluía en escenas largas, laberínticas, donde los escenarios denotaban una soledad y un sentido irónico de la melancolía de principios de siglo (de este siglo, claro) que desembocaba en un tono extraño, a la vez distanciado y caricaturesco. En este sentido, El amor es un crimen perfecto realiza la misma operación respecto al cine negro. Henos aquí, entonces, frente a un thriller que evacúa sus rasgos más tópicos en favor de un clima enrarecido, trabajado hasta el límite para dar un tono en la frontera con el absurdo.
No estamos, pues, frente a una película convencional. Los Larrieu parten de una novela policíaca de Philippe Djian y crean un mosaico de situaciones y personajes que no atienden tanto al suspense como a la pintura de un mundo cerrado sobre sí mismo. Marc (Mathieu Amalric, en una de sus composiciones más decididamente outrées) es un profesor de Literatura que ejerce en los Alpes suizos, en una institución educativa albergada en un edificio en medio de la nada, rodeado de una naturaleza hostil, por muy civilizada que parezca. Y sus clases flamígeras, alucinadas, se proyectan en una vida personal igualmente agitada, que experimenta un vuelco cuando su relación con una alumna on fire, Annie (Sara Forestier, gran revelación que se consagraría en la última, gran película de Jacques Doillon, Mes séances de lutte) se convierte en un infierno. Alrededor de todo eso flotan otros cuerpos, desde la madre opaca (Maïwenn) hasta el policía ubicuo (Damien Dorsaz), que luce un rol muy parecido al del inspector desorientado de El desconocido del lago, la película de Alain Guiraudie con la que El amor es un crimen perfecto tiene tanto que ver. De hecho, tanto los Larrieu como Guiraudie utilizan el género como marco para hablar de otras cosas: la búsqueda obsesiva del amor y el sexo, las fronteras sociales como cárceles, el deseo de transgresión como límite…
No en vano esas ganas de ir más allá se trasladan a la forma de la película. No esperen un polar al modo clásicamente francés, por mucho que los ecos de Truffaut (La sirena del Mississippi) y Chabrol (Al anochecer, o cualquiera de sus dramas burgueses disfrazados de thriller) resuenen en cada escena. Lo que está en juego en esta película fascinante es la nieve, el aislamiento, los coches que vienen y van, las cabañas aisladas, las piscinas climatizadas, los recovecos de la mente enfrentados a un medio impenetrable, los caracteres misteriosos y sus reacciones absurdas… Los Larrieu construyen minuciosamente esas relaciones para pintar un paisaje interior cocinado en términos de apocalipsis y servido como un plato frío, tan helado como el clima en el que se cuece, pensado para que nos siente decididamente mal. En su caso, la intriga policíaca no está pensada para satisfacer nuestra curiosidad, sino para dejarnos aún con más preguntas que al inicio de este juego turbador, desconcertante.
A favor: Un clima inquietante, unos actores magnéticos, un desarrollo imprevisible.
En contra: No hay suspense al modo habitual, pero incluso eso es bueno.