Imágenes coloniales
por Israel ParedesCasi más de diez años ha tardado Lucrecia Martel en realizar Zama, su cuarto largometraje tras La mujer sin cabeza (La mujer rubia), entre las cuales ha participado en películas colectivas y rodado cortometrajes. Algo anómalo, o quizá no tanto dentro de la producción actual, pero que se entiende dada la naturaleza extraña y original de una película que adapta la novela homónima de Antonio Di Benedetto para componer el relato de una huida imposible, la de un hombre caído en un infierno tan personal como general.
Al igual que la novela, Martel crea una estructura Zama en tres parte correspondientes a tres años, 1790, 1794 y 1799; la diferencia con el texto literario reside en que la cineasta no marca de manera clara el paso de un tiempo a otro; lo hace mediante un trabajo elíptico magnífico con, por ejemplo, el cambio de un gobernador a otro, o bien, y sobre todo, a través de la transformación física de Don Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), cuyo rostro y cuerpo experimentan una trasformación, casi mutación, a lo largo de la película y que apunta al proceso de descomposición y decadencia interna del personaje. Martel trabaja la fisicidad del personaje y el de su entorno como forma de contraste con unas imágenes que tienden hacia una abstracción figurativa que supone el perfecto paisaje para el absurdo de unas vidas que posee en el intento de huida de la colonial de Don Diego su mejor metáfora.
Porque Zama, entre las diferentes ideas que maneja, se alza como una película sobre la decadencia –de un hombre y su masculinidad, de su poder y lo que representa- en un contexto ajeno, extraño, que poco a poco va derivando hacia una hostilidad que convierte a Don Diego en un ser abyecto. Si en sus anteriores películas Martel nos había situado ya en contextos decadentes dentro de una esfera real, más reconocible, la de una Argentina muy particular, en Zama varía de paisaje pero no así de intenciones ni de procedimientos formales. El juego con el fuera de campo tanto visual como sonoro crea narraciones paralelas a lo que vemos en pantalla, violentando el campo visible y más evidente mediante la introducción de esos sonidos que rompen todo atisbos de realismo. Naturalista en sus formas, Zama conforma, no obstante, un espacio extraño y lleno de rareza que es, al final, la proyección no solo del interior de Don Diego, también y ante todo la manera demencial en el que acaba concibiendo la realidad que lo rodea. Un personaje desnortado que se obsesiona por encontrar un hombre que parece más un mito, una amenaza, que una realidad; y cuando, en la tercera parte de la película, toma forma real, o al menos aparentemente lo hace, Don Diego se enfrenta a un fantasma con el que acaba, casi de manera literal, introduciéndose en un infierno que es representando en unas de las mejores secuencias de la película.
No exenta de cierto sentido del humor, Zama posee diferentes capas de significado que Martel introduce de manera paulatina, con una llamativa naturalidad gracias al trabajo visual y sonoro que requiere atención constante a todos los elementos del encuadre. Una puesta en escena en apariencia sencilla pero llena de complejidad y en la que, en ocasiones, no importa tanto lo que vemos en su literalidad figurativa o representacional como aquello que sugieren unas imágenes que conforman un territorio cinematográfico de gran belleza en su extrañeza y en la capacidad de Martel por romper expectativas, por variar, por conducirnos por una aventura colonial tan crítica como críptica, tan inusual como incisiva. Y que al final queda en suspenso a pesar de que Don Diego, por fin, consigue en apariencia huir. Eso sí, el precio que ha pagado ha sido muy elevado. Metáfora, en cualquier caso, a través del personaje, del colonialismo.
Lo mejor: El trabajo formal de Martel y Daniel Giménez Cacho.
Lo peor: Que pueda pasar desapercibido el trabajo visual y sonoro de Martel y todas sus implicaciones a nivel narrativo.