Críticas
3,0
Entretenida
El secreto de Adaline

La mujer sin edad

por Carlos Losilla

Esta es una película extraña para los tiempos que corren. Podría ser un melodrama de los años 40, una de esas women’s pictures que protagonizaron Joan Crawford o Bette Davis. Incluso su estética puede parecer demodé, imbuida de un halo intemporal, como si estuviera encerrada en una burbuja que la protegiera del tiempo que pasa. Pues bien, precisamente se trata de eso. Como en la obra maestra de Francis Coppola El hombre sin edad (2007), que mostraba a Tim Roth alcanzado por un rayo y convertido en espectro inmortal que atravesaba inopinadamente épocas y países a lo largo del siglo XX, Adaline (Bake Lively, una elección perfecta, una actriz de delicada liviandad) sufre un extraño accidente que le impide envejecer, y a partir de ahí empieza un recorrido vital que acaba convirtiéndose en una condena. La película la encuentra en nuestros días, empleada en una biblioteca y empeñada en pasar desapercibida, en huir de sí misma y de los demás en busca de un anonimato inalcanzable. La primera parte de El secreto de Adaline hace concebir esperanzas respecto a esta historia triste y desencantada, que hubiera podido transformarse en la tragedia de una mujer condenada a coexistir eternamente consigo misma, pero la segunda convierte este cuarto largometraje de Lee Toland Krieger en algo mucho más convencional, incluso anodino y vulgar. ¿Cómo puede ocurrir eso?

Todo depende de lo que enten damos por “romanticismo”. Mientras vamos conociendo el (interminable) pasado de Adaline, o introduciéndonos sibilinamente en su vida cotidiana de solitaria melancólica en San Francisco (ciudad asociada al inicio con un pasado elegante y misterioso, en la gran tradición de Vértigo), el personaje y el ambiente adquieren una coloración indefinida, y la protagonista pasa por la pantalla como un fantasma, alguien que vive permanentemente entre dos mundos. En una escena, por ejemplo, Adaline encuentra unos noticiarios antiguos y su proyección, en una habitación en penumbra de su lugar de trabajo, sirve para contar su historia y también para asociarla con un tiempo sin tiempo, con esas imágenes en las que una vez vivió y a la vez con el universo en el que ahora se encuentra perdida. En otro momento, una fiesta de Nochevieja es utilizada igualmente como instante de transición, entre un año y otro, pero también entre la vida pasada de Adaline y un futuro que se le presenta siempre igual a sí mismo, como si su existencia fuera una línea interminable sobre la que debe andar eternamente en precario equilibrio. Sin embargo, en esa misma fiesta, conoce a un tal Ellis (Michiel Huisman), un joven millonario que se enamora de ella, y entonces no solo cambia su vida, sino también la película. Ese “romanticismo” triste y reflexivo que domina algunas escenas iniciales se convierte en otro “romanticismo”, en el peor estilo del Hollywood actual, como si hubiéramos cambiado de escenario y de repente nos encontráramos en una de esas historias de amor pretendidamente sensibles en las que un actor como Richard Gere puede lucir camisas impolutas de colores pastel y una actriz como Diane Lane dejar caer sobre su rostro una impecable melena castaña mientras caen las hojas de los árboles sobre paisajes crepusculares.

En efecto, lo que viene a partir de ese momento no tiene ningún interés, incluida una subtrama que enfrenta a la pobre Adaline nada menos que con Harrison Ford, el padre del jovenzuelo, con quien mantuvo un romance en una de sus muchas juventudes. Situada en una bonita casa en el campo, esas escenas ya no muestran al espectro que flota en un universo inexistente, sino a una mujer más bien vulgar, que quiere seguir luchando por mantener su secreto en el interior de una torpe intriga amorosa. En ese momento me pregunto si la discreta fascinación que había ejercido en mí la película en su primera mitad no ha sido un espejismo. Y si todo ello no estaba simplemente destinado a actuar como prólogo de esta serie de secuencias finales más bien bochornosas. Da lo mismo, me digo. El hecho es que la tradición del cine americano aún es capaz de actuar como una maquinaria independiente, remontarse a su pasado (como Adaline) con el fin de resucitar una cierta mítica del género y de los personajes que puede actuar ante nosotros como un espejismo. Esa es su grandeza y a la vez su miseria, pues luego se impone la realidad y resulta que Adaline es una mujer corriente, que solo quiere un poco de compañía y ser, en fin, una persona normal.

Lo mejor: ciertas escenas que provienen más de la gran tradición del melodrama fantástico holllywoodiense que del buen hacer del director, por otro lado más que dudoso.

Lo peor: una deriva que nos lleva a lo que realmente le importa a la película, una desaliñada y ridícula historia de amor.