Críticas
5,0
Obra maestra
Paterson

Poemas y encuadres

por Quim Casas

Los referentes empleados por Jim Jarmusch no son esta vez cinematográficos o musicales. No hay ecos de Seijun Suzuki (Ghost Dog) ni western abstracto con William Blake, Franz Kafka, Buster Keaton y Robert Bresson en la recámara (Dead Man). No hay cine de episodios ni relatos de fantasmas (Mystery Train, Noche en la Tierra), ni los mitos de Fausto y Don Juan (Flores rotas), el cine de evasiones carcelarias (Bajo el peso de la ley), el espectro rockero (Mystery Train, Year of the Horse, Gimme Danger) o la adecuación del temario vampírico (Solo los amantes sobreviven). Por no haber, ni tenemos otra paisajística neoyorquina (Permanent Vacation, Extraños en el paraíso).

No, esta vez Jarmusch recurre a la poesía, una de sus primeras pasiones, desarrolladas antes que la música y el cine pero practicada solo en la intimidad. La poesía de William Carlos Williams. La ciudad de Paterson, en New Jersey. De hecho mucho más que una ciudad. El filme se titula así porque atañe a ese espacio geográfico que Jarmusch filma como ha filmado las ciudades de Nueva York, Nueva Orleans, Memphis y Detroit –incluso el Madrid de Los límites del control–, entre la observación cotidiana y la geografía fantasmática. Pero también es el nombre de su personaje principal, notable Adam Driver tras habernos matado a Han Solo, y el título de una de las obras poéticas más importantes de William Carlos Williams. Así que Paterson, la película, se corresponde con un personaje, un espacio y un texto poético, igual de protagonistas los tres.

Más cerca de Extraños en el paraíso que nunca, Jarmusch exprime de manera bella, honda y consecuente su forma de entender el relato cinematográfico capturando los tiempos muertos, las repeticiones y las pausas en la vida de sus personajes. Son siete días, de lunes a lunes, en la existencia de un conductor de autobús que escribe poesía sin rimas hecha a partir de esos mismos motivos cotidianos; una caja de cerillas de una parca y diseños concretos, por ejemplo. Paterson, el conductor, se levanta cada mañana en un plano idéntico, desayuna, realiza su trabajo, aprovecha esos tiempos muertos clave en el cine de Jarmusch para escribir fragmentos de sus poemas, regresa a casa, pone bien el poste del buzón, conversa (más bien escucha) a su compañera, observa como pinta todo lo que encuentra a su paso (cortinas y vestidos, sombreros y faldas, en otra repetición circular), pasea el perro y pasa las últimas horas del día en un bar que, como todo microcosmos jarmushiano, encierra personajes diletantes, amantes que no entienden que el amor ya pasó y memorabilia de la ciudad, el comediante Lou Costello, nacido en Paterson, en cabeza.

La belleza de las cosas simples. Suena a tópico, pero así es. El arte de la repetición, o como construir un relato lúcido (y a ratos también lúdico) a partir de la reincidencia no solo de las mismas situaciones, si no en la manera de encuadrarlas y modularlas. Porque el tono es esencial en el cineasta, más que en cualquier otro, y esta vez el tono es cinematográfico pero pautado por la creación poética. Otro detalle precioso: los sonetos de Paterson son leídos por él mientras los escribe y Jarmusch sobreimpresiona el texto en la imagen, dos informaciones al mismo tiempo que, lejos de ser retóricas, nos acentúan el placer de mirar y el de escuchar.

A favor: todo, de Adam Driver a la duración de cada plano.

En contra: nada.