Eau Argentée
por Gonzalo de PedroSon pocos los documentales que llegan a las salas comerciales, y menos aún los que se escapan de la dictadura formal impuesta por las grandes productoras norteamericanas: acabados impecables, narrativas clásicas, héroes y antihéroes, y la siempre reconfortante “fantasía documental”, esa sensación placentera que provocan en el espectador, quien sale del cine con la ilusión de que ha hecho algo por un mundo devastado solamente porque vio un documental concienciado y comprometido.
Eau argentée, Syrie autoportrait no es nada de eso: no tiene buena factura, tampoco tiene buena conciencia, y ni tan siquiera tiene claro quiénes son los héroes y los antagonistas. Porque tampoco lo necesita. O mejor: porque el mundo es más complejo que un documental de HBO, y así lo entiende cierto cine documental, ese que habitualmente no llega a las salas, desde hace ya muchos años. La película nació de la impotencia de Ossama Mohammed, cineasta sirio refugiado en París, que quería filmar la guerra sin estar en ella. Lejos de su país, en la soledad de su condición de refugiado, se ve incapaz de filmar otra cosa que no sean los cielos desde su ventana, incapaz de montar otra cosa que no sean los videos de Youtube que documentan el horror. La película es el resultado de su diálogo con Wiam Simav Bedirxan, una cineasta amateur, una joven kurda que resiste en Homs, en medio de los bombardeos y las balas, trabajando con niños, filmando con ellos, buscando algo de sentido entre el sinsentido. Como las 1001 y una noches, Eau argentée, Syrie autoportrait está compuesta por mil y una imágenes, mil y un relatos que componen ese autorretrato colectivo, una película profundamente contemporánea, hecha a mil voces, en la que sin embargo sobresale la voz de una verdadera directora, la que resiste, la que entiende que las imágenes van siempre después de la vida. La película, lejos de explicar la guerra, lejos de ofrecernos respuestas y seguridades, como haría cualquier documental concienciado, nos enfrenta a un mundo de horrores y dolor sin ofrecernos más asideros que el testimonio de esa cineasta que entre el cine y la vida elige la vida: la que le proporcionan esos niños que rebuscan entre los escombros una flor para sus madres.
Con algunas de las secuencias más estremecedoras, por duras unas, por bellas otras, del cine reciente, la película mezcla sin pudor imágenes extraídas de redes sociales, filmaciones amateurs, con las imágenes que la cineasta envía desde la retaguardia, no en un intento de alcanzar la verdad a través de la suma de puntos de vista (axioma del todo falso siempre), sino para intentar descontextualizar unas imágenes y darles la vuelta: el horror filmado como propaganda (apenas importa de quién) se convierte en el contexto de la película en un testimonio del sinsentido de cualquier guerra. En palabras de su director: “Quería despojar a los propagandistas, a los terroristas, de su poder. Quería convertir esas imágenes en lo que no eran. Para ellos son actos reivindicativos, y en la película se convierten en otra cosa, más dolorosa. Hay que quitarles las armas”.
A favor: La protagonista-directora femenina, un ejemplo de vida.
En contra: Cierto abuso de imágenes de guerra, cuestionables por momentos.