Críticas
3,5
Buena
Galveston

Carreteras secundarias

por Philipp Engel

Tiene su gracia que la primera temporada de True Detective recibiera tantas acusaciones de sexismo (los protagonistas eran muy machotes, y Alexandra Daddario pasaba por la playmate del mes), cosa que Nic Pizzolatto, creador y showrunner, decidió enmendar convirtiendo a Rachel McAdams en la protagonista de la segunda temporada, donde daba cuerpo a una agente de policía que, entre muchos otros problemas, también había lidiado con los prejuicios de sus compañeros, y no estaba dispuesta a dejarse amedrentar. Y ese sólo era uno de los aspectos que hizo que la decepcionante segunda temporada de True Detective pasara como un antídoto, o una penitencia, contra el presunto sexismo de la primera. Y digo que tiene su gracia, relativa, porque ha sido finalmente una mujer, y francesa para más inri, la que ha acabado llevando a la pantalla la primera novela de Pizzolatto, publicada en España por la colección negra de Salamandra. La idea de buscar a una realizadora foránea para que le diera su toque personal a un libreto que llevaba un tiempo dando vueltas fue del productor Tyler Davidson (Take Shelter), con el que acabaron por saltar chispas, de las malas, en la sala de montaje (imperó el producer's cut). La primera opción había sido el danés Janus Metz, que había dirigido un episodio de True Detective, y que igual salió del proyecto para dirigir Borg McEnroe (2017). Todo un poco accidentado, así de entrada, para una road movie que no hace mucho más que transitar por los lugares comunes de la pesadilla americana.

Recién salido de la superior Comanchería (David Mackenzie, 2016), otro sueño americano rodado por un realizador forastero, Ben Foster, bastante impecable, es un matón del que su jefe quiere deshacerse por un asunto de faldas (la no suficientemente reseñada María Valverde), mientras que Elle Fanning encarna a la (muy) joven prostituta que el tipo, el clásico duro de corazón blando, decide arrastrar consigo en su huída, en un momento de debilidad. Han dejado unos cuantos muertos atrás, les persiguen, y no tienen otro objetivo que el enclave costero tejano del título: Un bonito lugar para olvidar, y quizás construir una nueva vida. Nada muy original en una trama, que tampoco sorprende demasiado por su elegante, aunque un tanto impersonal, puesta en escena. Las situaciones se suceden como si ya las hubiéramos visto mil veces, e igual de familiar nos resulta la relación, en proceso de florecimiento, entre el taciturno / atormentado asesino y la ninfa extraviada, ambos, claro, en busca de la sempiterna redención. A la sensación de déjà vu, se suma la extrañeza que siempre me provoca Elle Fanning, a la que no puedo ver como el objeto de deseo universal que representaba en The Neon Demon (Nicolas Winding Refn, 2016), y que tampoco me acaba de encajar como prostituta callejera, por mucho que se venda como muñeca de porcelana ultrajada. Con todo, sin ser la mejor de las Fanning (DakotaTeam), reconozco que es una actriz tan irregular como considerable, que tanto brinda escenas que lindan con lo bochornoso (sus numeritos de llantos y/o gritos) como que es capaz de decir mucho con poco. La escena en la que, por fin, se relaja la tensión entre la pareja protagonista es bastante paradigmática en este sentido. En sólo un par de  pasos de baile, la Fanning pasa de lo irritante a decir mucho con pequeños gestos delicados. Pura magia. 

Mélanie Laurent introdujo no pocos cambios en un guion que el propio Pizzolatto prefirió firmar con el pseudónimo de Jim Hammett; cambios encaminados a que la historia fuese algo más que damisela en apuros, salvada por guerrero en las últimas, de las fauces del lobo. Aunque eso no es algo que salte a la vista. Al menos de entrada... En resumidas cuentas, aunque Galveston está más cerca del enésimo episodio piloto de la serie de turno que de una película de carretera firmada por  Sam Peckinpah, no deja de ser un agradable neonoir que nos pasea por el mítico Sur, fotografiado con devoción por Arnaud Potier, director de fotografía en Respire (2014), el anterior filme de la Laurent. Pantanos, carreteras, gasolineras, letreros apocalípticos, moteles baratos, casuchas con rednecks esnifando cola, secundarios más o menos carismáticos, y neones que brillan en logradas escenas nocturnas, con dosificadas explosiones de violencia de lo más satisfactorias, y algún tour de force, como un comentado plano secuencia de 7 minutos, en el que un Ben ensangrentado demuestra que es capaz de levantarse tras una larga sesión de torture porn. Un viaje sin giros imprevistos, medianamente fascinante, que rinde el enésimo culto a la iconografía americana, como si hubiésemos visitado un parque temático del género. Todo bien, si no se aborda con expectativas desaforadas.