Tengo que irme, mi planeta me necesita
por Alberto CoronaA estas alturas es una insensatez concederle legitimidad a Los Simpson a la hora de explorar las pulsiones de la cultura pop y la sociedad norteamericana, pero a Groening lo que es de Groening: en los 90 pocos artefactos supieron reírse tanto y tan bien de los bochornos que arrasaron la década como la serie de la familia amarilla. En uno de sus capítulos, Homer se incorporaba al elenco de Rasca y Pica para poner voz a Poochie, un nuevo personaje cuyo diseño canalizaba varios años de mascotas corporativas que trataban de sintonizar con el zeitgeist de la época; esto es, gafas de sol, gorra para atrás, modales cadenciosos y adscripción a una mezcla heterodoxa de los movimientos skater y surfer. Evidentemente daba mucha vergüenza, pero Poochie era la respuesta sarcástica a todo un catálogo de embarazosos personajes en los que encontrábamos a las Tortugas Ninja, a Fido Dido, a Chester Cheetos y, sí, Sonic el Erizo. La criatura gamberra y cool con la que Sega quiso plantar cara al Super Mario de Nintendo en la guerra de las consolas de principios de década; contienda de la que vivimos una suerte de resaca el año pasado cuando coincidió el estreno de Detective Pikachu con aquel episodio —cuya relevancia aún está por calibrar— que condujo a que el personaje titular de Sonic. La película tuviera que ser rediseñado en un tiempo récord ante las críticas vertidas en las redes sociales.
Como la historia a veces ni se repite ni rima, la primera en la frente: Sonic. La película enarbola una inesperada victoria en este conflicto consolero al resultar ser un producto bastante más sólido que el Detective Pikachu de Ryan Reynolds, cuyo mayor acierto radicaba en la ingeniosa traslación del universo Pokémon a CGI sin conseguir aterrizar de pie más allá de su envoltorio. Uno cuyos ingredientes —codificación de lo kawaii, estilización de la imagen digital, interacción cuidadosa con seres humanos— la película de Jeff Fowlerdescarta desde el principio, porque bastante ha tenido con llegar a tiempo a la fecha de estreno como para encima pulir los píxeles con una mínima pretensión artística. Tampoco es necesario, porque a cambio el esqueleto conceptual y narrativo de Sonic. La película se revela como rotundo, blindado y férreamente autoconsciente, entendiendo sus responsables cuál es exactamente la significación generacional de la mascota de Sega, y el modo en que esta podría adaptarse transcurridos treinta años de su década de confort. La respuesta es una mezcla equilibrada de nostalgia de la buena —esto es, de la más frívola e intrascendente—, y de una cuidada adopción de los códigos noventeros que derive en el único objetivo que todos los blockbusters de entonces llegaron a marcarse: que el metraje se pasara en un suspiro.
El arma secreta de Sonic. La película —al margen de unas set pièces pedestres pero sorprendentemente fieles al lenguaje del videojuego— se extrae en efecto de esta compresión de la iconografía de toda una década y es, cómo no, el Robotnik interpretado por Jim Carrey. En una película tan sujeta a la plantilla como todos esos blockbusters que no tienen otra cosa mejor que hacer que escuchar a los fans para ajustar riesgos —como son, actualmente, la gran mayoría de los que pueblan las carteleras—, es sumamente refrescante que hayan dejado a Carrey hacer lo que le dé la gana, contagiando al film de un bienvenido sentido de la anarquía que alcanza su highlight en la larga secuencia donde, sin motivo aparente, arranca a bailar. Por mucho que su carrera actual haya alcanzado un grado de introspección ajeno a los contorsionismos que le llevaron a la fama, el humorista se aferra a esta nueva oportunidad para demostrar que, por mucho dibujo animado o ente CGI con el que se mida, nada resultará tan impactante como verle girar violentamente la cabeza. O arquear las cejas. O vacilar de intelecto privilegiado ante cada uno de los bondadosos personajes con los que se topa.
Asistir a un recital de Jim Carrey pasado de rosca es, incluso en 2020, asistir al mayor espectáculo de pirotecnia humorística con el que podemos soñar, y tal es la potencia que atesora cada segundo que devora en pantalla que casi podríamos omitir el resto de aciertos que contiene Sonic. La película. Que, honestamente, no son más de los que le permite el rígido esquema al que se ajusta, ejecutado con una previsibilidad absoluta en la que subyace, sin embargo, cierta noción existencialista de lo efímero. Los guiños que Sonic quiere hacer a la generación Z puede que sintonicen con el público infantil —la fórmula está más que probada—, pero al mismo tiempo lo confirman como una criatura atrapada en el tiempo a la que sólo una coyuntura tan ahogada en el posmodernismo y la crisis creativa como la nuestra podría haber traído de vuelta. En 1997 Los Simpson acabaron con Poochie de un modo tan ridículo y automático como había sido creado en primer lugar, enviándolo de vuelta a “su planeta”. En 2020 no es ya que ni siquiera Los Simpson sirvan para cachondearse de estas cosas; es que probablemente Poochie estaría protagonizando su propio spin-off.