Críticas
5,0
Obra maestra
Colossal

Un clásico monstruoso

por Violeta Kovacsics

Durante una época, me preguntaba qué debían pensar los espectadores que, en la década de los treinta, salían de ver el estreno de la semana, quizá se era una película de Howard Hawks, o de Rouben Mamoulian. El siete de octubre del año pasado, pude responder, en parte, a esta cuestión. Fue cuando terminó Colossal, la última obra de Nacho Vigalondo, un cineasta al que había seguido la pista con interés irregular, y al que había prestado menos atención en las redes sociales. Digo que contesté esa pregunta porque, clavada todavía en la butaca, anhelando poder quedarme a vivir en aquel lugar de fantasía entre Seúl y Norteamérica, tuve la sensación de estar ante una película que aúna, de manera excepcional, tres elementos clave de aquel cine de autor clásico: 1) el espectáculo; 2) la exploración formal; y 3) el discurso personal.

Me gustaría comenzar hablando del segundo punto, de la cuestión estética, de la capacidad de Vigalondo de dar la vuelta al imaginario del cine de monstruos. Para eso, debería puntualizar que, si sostengo aquí que Colossal es una de las mejores cosas que me sucedieron el año pasado, debería añadir que otra es la lectura de un texto, en forma de tesis doctoral, que escribió Carles Roche, en torno al monstruo gigante, y en el que dice que, históricamente, los colosos han puesto en crisis conceptos estéticos como los de la figura y el fondo. Demasiado grande para ser plenamente figura, demasiado corpóreo para considerarse fondo, la irrupción del monstruo en el plano supone la ruptura de leyes como las de la perspectiva.

El texto de Roche es apasionante (se puede descargar aquí), pero yo en verdad debería hablar de Colossal, una película que va un paso más allá en este largo camino del monstruo, la figura y el fondo. En el momento en que decide que Gloria, su protagonista, interpretada por Anne Hathaway, viva una especie de simbiosis con un coloso que ha aparecido repentinamente en Seúl, Vigalondo está emparentando al gigante con la figura humana. He aquí la vuelta de tuerca formal: el coloso es aquí una mujer, que debe medir poco más de metro setenta. Quizá por eso, los mejores momentos de esta película irregular e imperfecta son aquellos en los que Gloria hace gestos ridículos, en medio de un salón desprovisto de muebles, o de un parque de recreo, a la espera que el coloso que vive en la otra punta del mundo repita esos mismos movimientos. Lo que vemos, aquí, es una de las muestras más inteligentes de cómo filmar el monstruo, y de cómo relacionarlo, plásticamente, con la escala humana. En el cine de monstruos, el gigante y la figura humana se suelen vincular en un mismo plano, que expone las diferentes dimensiones de uno y de otro; en Colossal, Hathaway y el titán, se relacionan a partir del montaje, pues ella está en un anodino pueblo americano, y el bicho, en Corea.

Dice Roche que los monstruos, con su desmedido tamaño, ponen en crisis el plano. La cosa va precisamente de crisis, porque los colosos siempre aparecen en momentos de cambio y de desequilibrio, a nivel histórico y global, pero también en la esfera de lo personal y de lo íntimo. Es el caso de Colossal, en la que Gloria, que se ha mudado de Nueva York a su pueblo natal (y absurdo), vive una conexión inesperada con un gigante coreano como consecuencia de una crisis vital. He aquí el punto tres, el del discurso que Vigalondo enarbola en torno a la falta de control, en torno a las responsabilidades, y también en torno a la resaca y al anhelo irrefrenable de alcohol. El plano de Gloria, que entra en el bar de su amigo y se fija en un estante que hay al fondo de la barra, lleno de botellas, es tan sencillo y económico como expresivo. Que se explique este desgarro vital, este tocar fondo (también, el de la botella), a partir de una película de monstruos, me parece genial, una simbiosis, entre fondo y forma, tan inesperada como brillante.

A favor: Su tratamiento de la figura del monstruo.

En contra: Que es irregular.