Antirracismo para el consumo inmediato
por Carlos LosillaEn un momento de este debut en el largometraje de Nate Parker, el esclavo negro protagonista decide alzarse en armas contra sus amos y, provisto de un hacha, entra en sus habitaciones para abatirlos a golpes. Estamos, por supuesto, en territorio del sur americano, unas pocas décadas antes de la Guerra de Secesión, y el decorado es el típico caserón inmaculado que se levanta en medio de la noche, a la luz de la luna. Las figuras se recortan como fantasmas en la oscuridad y la tonalidad azulada de la fotografía –no en vano el responsable de esta es Elliot Davis, el mismo de Crepúsculo (2008)— crean un ambiente espectral, a medio camino entre un cuento de Edgar Allan Poe y un slasher de los 80. Poco a poco, otros esclavos se unen a Nat Turner, la figura real en la que se basa en la película, y todo se convierte en una rebelión a gran escala que provoca el pánico, durante unos pocos días, en las zonas y mansiones adyacentes. En efecto, esas figuras negras avanzando a través de la noche parecen no-muertos salidos de alguna película de George A. Romero.
Si Parker hubiera elegido el mismo tono, o parecida estrategia, para narrar el resto de la película, otro gallo le hubiera cantado a El nacimiento de una nación, su peculiar anti-remake del clásico mudo de David W. Griffith. Pero no. Aparte de este fragmento alucinado, el resto es un relato fabricado a base de parches, de fragmentos de otras películas sobre esclavos negros sureños, de escenas de torturas crueles, de humillaciones sin fin, de adolescentes ultrajadas, de niños animalizados: en un plano especialmente vergonzante, que Parker muestra por dos veces –por si no lo hemos entendido--, un amito blanco arrastra a un chico de color mediante una correa, como si fuera un perro –sí, lo habíamos entendido--. Aparte de la dudosa moralidad de estas escenas para con el espectador, el otro problema grave es que las hemos visto muchas, muchísimas veces, por lo menos desde Raíces, aquella serie de los 70 que ahora está conociendo una nueva versión, y hasta 12 años de esclavitud, aquella película de Steve McQueen –el director, no el actor— que hubiera debido bastar para terminar con el exagerado prestigio de su responsable máximo.
Al principio, Parker resume los primeros años de su héroe con pinceladas gruesas, con un modo narrativo que hubiera podido servir también para describir la infancia y adolescencia de los esclavistas, tan vulgares e impersonales resultan sus métodos. Al final, para ilustrar los momentos culminantes y el desmoronamiento de la rebelión, sigue un crescendo que igualmente se ofrece como de estilo por completo intercambiable con cualquier otra progresión dramática desde que precisamente Griffith “inventó” este tipo de lenguaje cinematográfico. Descartando que se trate de un homenaje, este crítico no puede dejar de recordar que siempre ha visto el cine como un arte de lo concreto, de la imagen precisa, y tampoco puede evitar pensar en esta película de Parker como todo lo contrario, un intento de narrar un caso que muchos espectadores no conocían dándoselo a ver como si estuviera filmando exactamente la ideología contraria, es decir, aquella que están acostumbrados a consumir. Y ese mismo crítico, entonces, sigue más convencido que nunca de que, en efecto, La noche de los muertos vivientes es una película más agresiva que cualquier intento de prestigio a la hora de abordar el tema del racismo. Que este de Nate Parker, sin ir más lejos.
A favor: una efectiva escena de puro terror en medio de una película anodina.
En contra: una película anodina a la que ni siquiera salva una efectiva escena de puro terror.