La vergüenza de existir
por Xavi Sánchez PonsHay algo inteligentísimo en el nuevo giro que ha tomado la obra de Bruno Dumont. Y es que el twist humorístico del cineasta francés, iniciado con la estupenda miniserie El pequeño Quinquin (estrenada en España en cines), es de una coherencia brutal con su carrera. Las películas de Dumont siempre se han caracterizado por mostrar, sea en clave de drama o no, la absurdidad y los aspectos más ridículos de la existencia humana. Como colectivo, o como individuos. Es más, en cintas realmente al límite en lo emocional, títulos como Twentynine Palms y Hors Satan, afloraba un humor negrísimo soterrado que ahora ha mutado en una suerte de slapstick esquizofrénico que bebe directamente del cine mudo. En resumidas cuentas: el Bruno Dumont de La humanidad es, en el fondo –que no en la forma-, el mismo que el de La alta sociedad. Ya que el espíritu primigenio de su cine, el de desconcertar y violentar al espectador, sigue ahí.
Para darle aún más coherencia a esta nueva etapa, su nueva película, en esencia, no deja de ser una versión de época de El pequeño Quinquin: la acción transcurre también en una localidad costera del norte de Francia, tiene un whodunit y una pareja de policías torpe (el oficial obeso parece salido de El sentido de la vida de Monty Python), y un ecosistema humano particular; tanto físico (esos rostros, fuera de lo común, de actores no profesionales que hubieran hecho las delicias de Jean Vigo y Luis Buñuel), como ideológico. Lo que propone Dumont es una alucinada lucha de clases entre dos familias (una burguesa y otra de pescadores) en la Francia de principios del siglo pasado, llena de humor corporal (sobre todo caídas y tropezones) y personajes sobreactuados con toda la mala intención del mundo (en ese sentido, unos geniales Valeria Bruni Tedeschi y Fabrice Luchini se llevan la palma), que se atreve, incluso, con el gore (sí, han leído bien). Elementos que utiliza para crear una comedia de enredos lisérgica (ojo, aquí hay un pequeño espacio para lo fantastique) sobre, como diría Carlo Padial, la vergüenza de existir.
Este fresco surrealista sobre la condición humana en el que casi nadie sale bien parado -apenas se salva la adolescente andrógina de buena familia que coquetea con el pescador que da nombre en francés al filme, Ma Loute-, tiene en las localizaciones naturales y en la luz cegadora de Paso de Calais un protagonista más. Un testimonio mudo y telúrico que, por su belleza, grandiosidad, y existencia milenaria, hace aún más patético el dramatis personae de La alta sociedad.
A favor: lo marciana que es y la exquisitez de su puesta en escena.
En contra: aquellos que no conecten con su humor lo pasarán mal.