Críticas
3,5
Buena
La bruja

Tu nombre envenena mis sueños (oh señor Satán)

por Daniel de Partearroyo

Benjamin Christensen pasó varios años estudiando el deteriorado ejemplar del Malleus Maleficaron que encontró en una librería de segunda mano de Berlín antes de comenzar a filmar Häxan: La brujería a través de los tiempos (1922). Ese tratado de hechicería y adoración demoniaca del siglo XV, utilizado exhaustivamente como fuente de autoridad por la Inquisición y posteriores juicios contra presuntas brujas, contenía en sus páginas de folclore, superstición y fanatismo represivo material suficiente para hacer una de las películas más inquietantes de la historia del cine mudo. Teniendo esa misma precisión investigadora tan presente como la sólida concreción de Dreyer en Dies irae (1949), el debutante Robert Eggers ha escrito y dirigido una de las óperas primas más rotundas del cine reciente. Una que mira de frente al macho cabrío, al maligno que habita dentro y fuera de nosotros.

Una atmósfera malsana y la promesa de sufrimiento seguro continuado revolotean sobre cada secuencia de La bruja desde sus primeros compases. Nueva Inglaterra, década de 1630. Una familia devota abandona su asentamiento para vivir aislada en una cabaña con granja al lado del bosque. En Twin Peaks ya nos dijeron que las lechuzas no son lo que parecen; aquí, las liebres y otros animales tampoco. Mientras el miedo, el fanatismo, el autoritarismo y la carestía hacen temblar desde dentro los cimientos de la familia, Eggers decide con agudeza no jugar ninguna carta de ambigüedad y apostar por un mal externo muy presente y activo. Con diálogos recogidos de documentos de la época y una minuciosa ambientación en claroscuro penitente, los pesares del valle de lágrimas de estos peregrinos resultan tan palpables como la angustia durante la que quizás sea la escena de exorcismo más escalofriante de todos los tiempos. ¿Cómo se supera a Friedkin? Invocando, por la vía contraria, a Ordet (La palabra) (1955). Volver a Dreyer no es gratuito: si los personajes lo creen, su verdad se hace real.

Anya Taylor-Joy es la otra gran revelación de la película. La joven actriz, también debutante, que interpreta a Thomasin, la hija mayor de la familia y primera sospechosa de malignidad por su inmediata condición de mujer joven, atraviesa todas las etapas de un relato de iniciación crudo y perturbador que, observado como alegoría de la pubertad, albergaría una conclusión tan liberadora y abrasante como las lenguas del fuego. Pero sólo una vez que la cantidad precisa de sangre haya sido derramada. Y Eggers la derrama bien a gusto, arriesgándose a que esos momentos puntuales de violencia física sean los más convencionales de su relato. Nada que un final al borde del sueño y la pesadilla no pueda remontar, elevándose por los aires.

A favor: La compenetración musical entre la partitura de Mark Korven, los cánticos espeluznantes y la fluidez de los diálogos armados a partir de varias fuentes escritas originales del siglo XVII.

En contra: Es inevitable plantearse cuánto poder de sugestión atmosférica pierden las imágenes por la pulcra hiperdefinición digital de la Arri Alexa respecto a si hubieran sido filmadas en celuloide.