Críticas
5,0
Obra maestra
La vida de Calabacín

Nacimiento y confirmación de un cineasta

por Alberto Lechuga

Hablaba Serge Daney de un tipo de películas que extraen su energía del centro de la imagen, que ponen las cosas importantes en el centro para que las veamos bien. Lo decía a raíz de Walsh y John Ford, pero podríamos hacerlo extensible hoy a La vida de calabacín. Y eso que el suizo Claude Barras debuta en el largo con material altamente inflamable: la película nos cuenta cómo el pequeño Calabacín ingresa en un orfanato tras la muerte de su madre. Es decir, historia social con niños huérfanos, terreno pantanoso. Por eso resulta aun más sorprendente comprobar cómo esta pequeña gran película en stop-motion no solo sortea todos los clichés lacrimógenos y bienintencionados del cine social que complace en festivales, si no que, además, lo hace con bella concreción. Barras ha encontrado en la escala mínima de su humilde producción en stop-motion un potente recurso expresivo, y en los sencillos diseños de sus marionetas cabezonas el perfecto vehículo de su discurso.

 Una hermosa película, que tiene tanto de carta de presentación como de obra compendio de un autor. En 2005 Barras llegaba a Cannes con Banquise, un cortometraje animado en el que reflejaba el desasosiego de una pequeña niña obesa que soñaba con una localización polar como refugio vital frente al calor sofocante del verano y las miradas aviesas de sus vecinos de playa. El desenlace fatal de la pequeña nos presentaba a un autor cercano al imaginario de inadaptados góticos-románticos del Burton animado, una similitud que se vería acrecentada inevitablemente al pasarse al stop-motion en 2007 con la fábula Sainte barbe y en 2009 con Au pays des têtes, un divertido y entrañable corto protagonizado por una especie de mono-vampiro-con-acordeón, a la postre sirviente de una vampiresa en busca de una cabeza ideal que encaje con su cuerpo, y que probablemente sea el corto animado con más decapitaciones de la historia. Sin embargo, si en el diseño de personajes e imaginario macabro podemos encontrar paralelismos con el director de Frankenweenie, es más pertinente detenernos en las singularidades propias de Barras, que son las que toman partido en La vida de Calabacín: la infancia como ojos desde los que asomarse al misterio de la vida (Banquise, Sainte barbe), el protagonismo de la alteridad (Banquise, Au pays des tetes, Chambre 69), la convicción moral de llevar una vida sencilla y solidaria (La génie de la boîte de raviolis); todo piezas de su discurso político. Elementos que encontramos refinados en La vida de Calabacín, tanto por delicado guión de Céline Sciamma (Bande de Filles) como, sobre todo, por un dominio cada vez mayor de la caligrafía cinematográfica (ojo a algunas de las elipsis más bellas del año, con un tránsito al amanecer en plano fijo digno de Sang-soo).

Y es que si observamos el recorrido de Claude Barras hasta llegar a La vida de Calabacín podemos apuntar, además, cómo la serie de temas que el cineasta ha ido desarrollando se han traducido en un discurso formal cada vez cada vez más concreto, más límpido y desnudo, alcanzado a través de un férrea convicción en lo cinematográfico. Para Barras la emoción está en la posibilidad narrativa de un plano-contraplano (el encuentro de los niños con la madre e hija en la excursión a la nieve), en lo que queda dentro del plano y en lo que queda fuera (los fueras de campo, también a través de la palabra). En la capacidad del montaje (llegando al montaje invisible de un zoom in/zoom-out, y de nuevo, pienso en el cineasta surcoreano) y en elegantes figuras expresivas de imagen y sonido (la fiesta en la cabaña, una de las escenas del año; o la tormenta como signo de muerte vista Sainte Barbe, aquí redondeada con el vuelo de una cometa). En definitiva, un “saber hacer” que sitúa a Barras en las antípodas del cine exhibicionista contemporáneo (La La Land o Moonlight, sin ir más lejos).

En la excursión a la nieve que realizan los niños del orfanato, Calabacín y su compañera Camille abren una pequeño orificio en la banquisa que cubre el río para hacer flotar a su barquito de papel. Una imagen que condensa esta divertida aventura en miniatura, que sitúa las emociones en el centro del plano con la misma integridad con la que mantiene su duración en unos justos 66 minutos.

Lo mejor: todo.