Críticas
4,0
Muy buena
Nosferatu

Una película más grande que sí misma

por Alejandro G. Calvo

Arranca Nosferatu y tiembla la pantalla del cine. Del negro total pasamos a espasmos psicotelúricos, MDMA expresionista, los ojos gigantes de Lyly-Rose Depp al borde del grito, la sombra del vampiro de Murnau atravesando la cortina, ¿acaso tronaba o solo era en mi cabeza?, imágenes tan poderosas que pensé “como toda la película sea así estamos delante de la mejor película del siglo”. Por suerte (o quizás no tanto), el Nosferatu de Robert Eggers luego toma tierra, pero no el pedregal habitual donde los cineastas (tan de ciudad) tratan de hacer crecer cuatro hierbajos, sino un terreno fértil donde Eggers lleva curtiendo sus relatos desde que debutara en el largometraje con una película de terror de las que dan miedo de verdad: La bruja (2015). El cineasta de New Hampshire cree en el cine como solo los más salvajes cineastas creen de verdad. Sabe del poder de las imágenes pero también sabe de la necesidad del relato o, al menos así siempre lo ha demostrado en su, por ahora, corta carrera: El faro (2019) y El hombre del Norte (2022). Dos películas, cada una a su manera, que saben conjugar violencia e imágenes de abrasiva impronta estética en aras a apuntalar narraciones donde la cordura del ser humano está siempre puesta en solfa. Eggers es autor puro, no sólo cree en el cine sino que cree en su cine. Ahí alguien que sabe escribir, sabe encuadrar, sabe editar y, en consecuencia, sabe conmocionar. El mal, hasta ahora, habitaba dentro, en Nosferatu, directamente, lo habita todo, lo impregna todo, el terror no es solo el que acaba generando su pútrido vampiro cosaco -olvidaros de los chupasangres románticos, esta es otra movida bien diferente- sino el que acaba llevando al horror puro a todos los personajes y al público con ellos.

La idea primigenia era hacer un remake avant la lettre de una de las obras cumbres de la historia del cine: el Nosferatu (1922) de Friedrich Wilhelm Murnau, cuna del expresionismo alemán cuando en Alemania se hacía el mejor cine del mundo. La película de Murnau era una adaptación sin acreditar (sin pagar derechos) del Drácula (1897) de Bram Stoker, lo que hizo que la viuda del escritor, Florence, dedicara buena parte de su vida a destruir dicha obra maestra. No lo consiguió, pero por poco, aunque esa es otra historia. Desde entonces ha habida muchas, muchísimas, versiones de Drácula, aunque la gente siempre tenga poca memoria y ahora sobre todo citen la miniserie (muy chula, por eso) de 2020 que produjo Netflix para esos genios endiablados británicos llamados Mark Gatiss y Steven Moffat. Pero solo ha habido un cineasta (además de Eggers) que ha regresado sobre el Nosferatu calvo y con dientes de rata de Murnau: Werner Herzog, cuya Nosferatu, vampiro de noche (1979) me gusta tanto que casi me gusta como la de Murnau, lo que es mucho gustar. Bueno, también habría que recordar la existencia de ese caramelo llamado La sombra del vampiro (2000) donde el desaparecido E. Elias Merhige -no está muerto, es que no sé qué es de él desde hace décadas- reconstruyó en clave disparatada el rodaje del film de Murnau con John Malkovich dando vida al director y Willem Dafoe haciendo de Max Schreck, el intérprete que daría vida al Conde Orlok, en esta fantasía siendo un vampiro real que va aniquilando a todos los miembros del rodaje.

Ahora le toca el turno a Robert Eggers y, curiosamente, su desempeño en construir una película más grande que sí misma es un logro total, aunque no por ello podamos estar todos plenamente satisfechos. Parece una contradicción y lo es: Eggers ha construído su Nosferatu soñado tan emborrachado de sus imágenes pluscuamperfectas que, por el camino, hemos perdido algo de tensión, lo que es una lata, porque el disfrute de ver esta película es algo brutal, histórico. Así que parece que al final me gusta más la película porque yo quiero que sea así y no tanto porque ésta funcione del todo bien. Lo expliqué en la crítica en video confundiendo las obras de Shakespeare: la experiencia de ver Nosferatu de Eggers es similar a la de ver La tragedia de Macbeth (2021) de Joel Coen. Las imágenes son tan increíbles que estas acaban por superar al relato. Algo así le pasa a Eggers, es capaz de mostrar pasajes enteros alucinantes, atrapados en el ámbar (blanco y negro expresionista) de sus imágenes, para luego calzar trozos que parecen relleno forzado, no están a la altura de la festiva ocasión. Pienso principalmente en toda la parque le toca al matrimonio Harding -en la ficción: Aaron Taylor-Johnson y Emma Corrin-, ni les funciona el drama, ni les absorbe el terror, ni los actores son buenos. ¡Qué rabia! Porque en cuanto aparece Drácula, perdón, perdón… en cuanto aparece el Nosferatu de Bill Skarsgard la película se dispara al corazón con saña, provocando un alucine visceral de miedo incorruptible. Al final, Eggers se supera a sí mismo y nos da la mejor secuencia de su carrera. Palpando con las visceras internas las imágenes de Murnau nos las devuelve más grandes que la vida, haciendo que toda la pesadilla parezca sueño y que el cine nos ha devuelto a su lugar de origen, allí donde todo se inventó, allí donde todo era posible. Así que yo, personalmente, le perdono todo lo malo a esta película porque tiene demasiado de lo bueno como para colmar todas mis esperanzas y anhelos.