Críticas
3,5
Buena
Los demonios

Los pliegues más oscuros

por Carlos Losilla

Los demonios, el primer largo de ficción escrito y dirigido por el canadiense Philippe Lesage, es una película absolutamente predecible. Se podría inscribir sin dudar un instante a ese género inexistente que acostumbra a describir “la suciedad bajo la alfombra”. Es decir, esas películas que cineastas como Michael Haneke han convertido en toda una institución: tómese una comunidad presuntamente civilizada, indáguese en sus interioridades y obsérvese para finalizar cuánta podredumbre se ocultaba tras su higiénica apariencia. Lesage no hace otra cosa. Para empezar, nos presenta a Félix, un preadolescente con problemas escolares, cuyos padres no se llevan demasiado bien, obsesionado con su profesora de gimnasia y con una visión un tanto confusa de su propia sexualidad. En otras palabras, nada diferente de otros chavales de su edad. A partir de cierto momento, no obstante, la descripción del medio en el que vive Félix pasa de exhibir los trapos sucios de los adultos a concentrarlos en un hecho abominable que no explicaré pero que supone toda una agresión al espectador, por mucho que se le haya estado preparando para algo parecido. Pasamos así del drama doméstico al suceso criminal, pero ni uno ni otro son lo que parecen, pues Lesage no persigue ni la crítica social ni el suspense, sino ese ambiente enrarecido que se niega a distinguir las fronteras entre uno y otro. El mal anida en toda estructura social, sobre todo en aquellas que parecen mejor organizadas y, por eso mismo, encubren las pulsiones más primitivas y violentas. Muy bien, ya lo sabíamos, lo vemos venir desde el principio. ¿Qué queda, entonces, en una película como Los demonios?

Quizá otro tópico de cierto cine de autor, pero que aquí se revela fundamental. Desde el principio, Lesage utiliza planos largos, que evitan el montaje acelerado, que empiezan mostrando un fragmento de realidad en apariencia inofensivo para dejar al descubierto una dinámica perversa, una cotidianidad cuyo funcionamiento se revela regido por una lógica monstruosa. La casa es el lugar de los sueños amorosos destruidos, del aprendizaje de la banalidad por parte de los hermanos mayores, de los terrores nocturnos y los rincones pavorosos. La escuela se rige a partir de una jerarquía que aniquila todo deseo, que impone la dictadura de la colectividad por encima de la satisfacción individual. Y los espacios intermedios se rigen por la inquietud, por desplazamientos siempre robóticos, por el descubrimiento de abismos que afectan tanto al mundo cotidiano como a la condición humana. Los demonios consigue sus mejores momentos cuando se dedica a sugerir todo eso por medio de escenas alargadas, a veces de una densidad insoportable, a base de ambientes sofocantes y situaciones claustrofóbicas. Al contrario, cuando la película cambia de tercio, a través de una escena que también desplaza un tanto injustificadamente el punto de vista, que toma al espectador como rehén de un viraje más bien tramposo, su fuerza disminuye, todo se hace más evidente y por lo tanto más efectista y menos efectivo. En este sentido, las escenas en el bosque y el destino de uno de los personajes, hasta entonces secundario, restan fuerza a una narración por lo demás inquietantemente atmosférica, que hasta entonces Lesage ha sabido dosificar sin que ocurra casi nada pero acumulando una fecunda tensión malsana.

A favor: Sus momentos de mayor libertad, cuando la cámara escruta un ambiente saturado dejando ver sus costuras.

En contra: Los momentos en que se hace más explícita y, en consecuencia, también más simplona.