Cómo hacer un clásico instantáneo (disparando el Nolanómetro)
por Alejandro G.CalvoA Christopher Nolan le ha bastado con el primer plano de Dunkerque para meterse a este crítico en el bolsillo. En él, unos soldados británicos, armados y tratando de asegurar la zona, caminan por una calle de Dunkerque (Francia) mientras sobre ellos caen panfletos del ejército alemán donde les informan del asedio al que están sometidos. Es una imagen casi bucólica, de gran belleza compositiva -casi parece una bandera: seis figuras verticales que, de forma casi simétrica, dividen los 70mm del fotograma horizontal mientras los panfletos planean como cornejas (corvus corax) sobre sus cabezas-, un inusitado momento de calma antes de que la maquinaria narrativa -y la acción expeditiva- estalle llevándose todo por delante. Para cuando empiezan a silbar las balas, Nolan ya ha dejado claro bastantes cosas: (1) Que no se va a ver nunca al enemigo, sólo veremos el fruto de sus actos, quedando el ejército alemán como una amenaza tan insoslayable como invisible (2) Que esta es una película donde mandarán siempre las imágenes en movimiento, pues los diálogos serán algo extraño (a veces son solo murmullos) -el cine por delante de la palabra- y (3) Que el porno visceral se lo dejamos a cineastas menos capaces (como Mel Gibson), aquí prevalecerá la tensión, la emoción, la tragedia y la épica humana; el horror de la guerra estará presente por el propio poder de las imágenes que conjugan elementos con total nitidez tanto cerca como lejos del plano -un ejemplo claro se puede ver en el tráiler, cuando la cabeza de un soldado tapa la mitad del objetivo y al fondo vemos las bombas caer sobre los soldados a la fuga-.
Y es que Dunkerque, por mucho que le duela a los haters de Nolan, es un clásico instantáneo. Ya no sólo la película destinada a arrasar en los Oscar -algo que importa más bien poco- sino una de las mejores películas de guerra que se han hecho nunca. Una experiencia sensorial, que conjuga imágenes y sonido -la banda sonora de Hans Zimmer, que mezcla huracanes de violines con sonidos analógicos de relojes, respiraciones y latidos, es algo cósmico; un hipertenso gesto arrebatador que lleva al espectador a la asfixia-, tan cerca de la exquisita rigurosidad de Stanley Kubrick como del espíritu emocionante de Steven Spielberg. ¿Querías espectacularidad? Pues Nolan con su película bélica acaba de volver viejos a Michael Bay, Roland Emmerich y James Cameron. ¿Queríais desafío narrativo? Pues en su triple relato en distintos arcos temporales demuestra que lo iniciado en Memento (2000) y continuado en Origen (2010) e Interstellar (2014) tenía un fin claro: llegar a la perfección de Dunkerque. Y es que cada plano de la película importa. De hecho, es sin duda la película más completa de Nolan: no hay una sola fisura en su narrativa, no hay un solo exceso en su dramática, no hay una sola deriva que haga que la intensidad del film decaiga.
Dunkerque es la historia de una derrota. De cómo los perdedores, especialmente ellos, son más héroes que nadie. Un retrato de soldados en fuga que no duda en mostrar lo peor del ser humano pero sin perderse en discursos moralistas estériles. La acción, brutal y espectacular, se concentra tanto en los gestos íntimos -un joven sosteniendo en brazos a su amigo herido- como en grandiosas escenas de carácter operístico -cuando el destructor se hunde víctima de un torpedo-. Para Nolan todo forma parte desde la misma intensidad emocional. Por eso ni siquiera parecen importar los actores -fijarse en Tom Hardy, que no se quita la máscara de aviador en prácticamente toda la película-, mucho menos las palabras. Porque esta es una película donde el valor semántico es absoluto. La construcción del relato prevalece por encima del mismo relato. Tanto es así que más que una película de guerra, Dunkerque podría ser una película sobre el propio cine y su importancia. Gracias Nolan, por todo ello.
A favor: Todo
En contra: Nada