Críticas
3,5
Buena
El regreso de Mary Poppins

Qué gran gozo da

por Alberto Corona

La historia de Mary Poppins en el cine está caracterizada por unos saltos tan enormes en el tiempo que, siempre que el público se encuentra con una nueva puesta a punto del personaje, éste parece indiferente a la época de turno, como recién salido del limbo. Walt Disney quiso hacerse con los derechos de este personaje de P.L. Travers en 1938, apenas cuatro años después de la publicación de su primera aventura, pero la batalla legal se prolongó hasta casi tres décadas más adelante, acudiendo la niñera mágica a salvaguardar una inocencia pura y trasnochada en la década de los 60, cuando ésta ya parecía estar pasada de moda incluso para la Casa del Ratón. En 1964, Disney andaba metida de lleno en la producción de películas en acción real, cultivando tanto 'westerns' como dramas con animales donde no escatimaba ni en sangre ni en traumas infantiles, siendo el exitazo de Fiel amigo el ejemplo más ilustrativo de esto. En 2018, por otra parte, Disney está metida en algo mucho más complejo y angustioso: la autoconsciencia. Y sólo la niñera prácticamente perfecta podía salvarnos de ella.

El regreso de Mary Poppins es una secuela que ha tardado más de medio siglo en llegar, pero todo en ella se niega a percibir este paso del tiempo. Es decir, se supone que la continuación de la película de Robert Stevenson se ambienta unos veinte años después de la primera parte, en 1930 y plena resaca de una Gran Depresión que debería pugnar por hacer algo más insistente la renuencia a olvidarlo todo y ponerse a cantar. Y, por si fuera poco, Michael Banks ha perdido a su esposa, ha tenido que recurrir a su hermana para que le ayude con sus hijos, y el banco, siempre el malévolo y calculador banco, quiere quitarles esa misma casa donde se criaron y descubrieron que con un poco de azúcar la píldora entraba mejor. Un drama, ¿verdad? Quizá, en caso de que Mary Poppins acabase volviendo para seguir cuidando de sus niños, ¿no debería afinar un poco más sus argumentos? ¿Entender que, a veces, con dos peniques no basta, y hacerse cargo de que la vida adulta, con todos sus sinsabores y tragedias, ha llegado para quedarse?

Parece que no. Mary Poppins, en efecto, no ha envejecido —aunque sea gracias a la sustitución de Julie Andrews a manos de una (apoteósica) Emily Blunt—, y su modus operandi tampoco. O al menos de eso nos quiere convencer la película de Rob Marshall, y una Disney mucho más sofisticada, sabia y poderosa de lo que ya era en 1964. Tras descubrir recientemente, a raíz de Star Wars: El despertar de la Fuerza, lo beneficioso y escasamente problemático que podía llegar a ofrecerse un concepto tan fascinante como el de la recuela, la Casa del Ratón no ha querido apartarse en ningún momento de los postulados de uno de sus clásicos más incontestables, emulando todo lo que hizo grande a aquél sin preocuparse porque alguien denuncie su condición inconfesa de 'remake', y aglutinando suficientes elementos propios como para validar la apuesta. Por ejemplo, lo acertado del 'casting', donde también destaca un encantador Lin-Manuel Miranda que ojalá le coja el gusto a esto del cine, o, sobre todo, la valiente decisión de sustituir totalmente lo único que, se supone, era insustituible de la película original: la banda sonora de los hermanos Sherman. Y vale, estas canciones no son tan memorables como las de los años 60 pero, ¿cómo diantre iban a serlo? Bastante es que Disney haya querido recurrir a Marc Shaiman para hacerse cargo del aspecto más delicado de la función, ¿verdad? Sí, Marc Shaiman. El compositor de ese portentoso musical que es South Park: Más grande, más largo y sin cortes. Porque Disney no quiere otra cosa que hacernos felices.

El regreso de Mary Poppins te da tanto, y con tanta convicción, que encontrarle los peros al asunto es tan fácil como bastante ingrato. Sobre todo porque, al contrario del citado Episodio VII de La guerra de las galaxias, esta vez Disney ha decidido dejarse los comentarios metafílmicos para otra ocasión, y elaborar a cambio un genuino alegato por la nostalgia acrítica y más inofensiva. Como resultado último de todo esto nos encontramos con una película irremediablemente vacía, incapaz de lanzar ninguna reflexión que vertebre estos 54 años de espera y les dé un mínimo sentido. Pero como resultado último nos encontramos, también, con que El regreso de Mary Poppins  elige proponernos una experiencia tan emocional como puramente estética, y triunfa incontestablemente en su cometido.

Hacía casi diez años que Disney no volvía a emplear la animación tradicional para engrosar nuestros sueños, y la película de Rob Marshall ha supuesto la excusa perfecta para volver a ella, en un segmento loquísimo y desprejuiciadamente 'kitsch'. Sólo por esto, y por los sentimientos que automáticamente va a despertar en un espectador incapaz de comprender su cinefilia sin la Casa del Ratón, El regreso de Mary Poppins no precisa de nadie que asegure que es “necesaria”. Al fin y al cabo, la cosa siempre fue tan fácil como soltar el cordel.