Críticas
2,0
Pasable
Yo, Daniel Blake

Representación de la clase obrera ¿obsoleta?

por Paula Arantzazu Ruiz

¿Cómo debería ser en este siglo XXI el cine social y comprometido con los más desfavorecidos? ¿Los relatos audiovisuales de hace 25 años continúan siendo válidos para explicar la realidad y para agitar las conciencias contemporáneas? ¿De qué hablamos hoy en día cuando mencionamos cine social? ¿Existen las líneas rojas de melodrama e impostación a la hora de intentar retratar a los más desfavorecidos? ¿Hay que ir en busca del tremendismo dramático o, por el contrario, mostrar contención? ¿A quién van dirigidas todas estas películas que se acercan a las realidades de los desclasados? No son preguntas para nada baladíes, todas ellas nacidas un poco a vuelapluma tras el visionado de Yo, Daniel Blake, la última película de Ken Loach y controvertida Palma de Oro en el reciente Festival de Cannes. Ahí están, en cada uno de sus fotogramas y de sus líneas de diálogo, aunque también sirven para otras tantas cintas que se han acercado a la clase depauperada especialmente en estos años de crisis. Que no son pocas.

Todas estas cuestiones, en suma, no son ajenas al tipo de cine que practica Ken Loach desde que se hizo un lugar en el cine de autor europeo con un discurso cinematográfico que desde siempre ha apostado por denunciar los azotes del neoliberalismo de Margaret Thatcher mucho antes de que todos nos preguntáramos cómo y porqué hemos llegado hasta aquí. Y por eso no es de extrañar que el director británico de nuevo insista en las heroicidades de la clase trabajadora en Yo, Daniel Blake, a pesar de que no se trate de su película más redonda.

Porque a pesar de que sea admirable que Loach de nuevo preste su narrativa, otra vez junto al guionista Paul Laverty, a dar voz a aquellos a quienes el sistema intenta enmudecer, estamos ante un largometraje con demasiadas carencias en materia de relato. Que la historia del malogrado Blake sea una acumulación de desgracias es ya casi un lugar común en este tipo de películas, que transforman el cúmulo de miseria en un puñetazo emocional a los espectadores. No vamos a decir aquí que no es un recurso eficaz, a la vista están los premios y las reacciones del público, pero a día de hoy es perezoso. Pero si al menos esas penurias estuvieran cohesionadas en una estructura cinematográfica que buscara soluciones en vez de atrincherarse, como de hecho en un momento de la película hace el protagonista de la cinta, y que no dejara cabos sueltos, como la trama paralela de los vecinos de Blake, unos jóvenes que mercadean con zapatillas de marca falsas, tal vez estaríamos delante de una obra con algo más de calado.

No obstante, los agujeros de la historia no son lo único que desequilibra la película. Al hilo de la batería de preguntas que se lanzaban en el inicio de este texto, el Loach de Yo, Daniel Blake está anclado en un modelo cinematográfico que parece no querer avanzar o, como mínimo, ir en busca de otras estrategias desde las que dar voz a las clases desfavorecidas. Decir que Loach está acomodado quizá no sea justo para un director que precisamente se ha erigido como un resistente de los envites neoliberales, pero su mensaje corre el peligro de quedar obsoleto para un público que necesita más que nunca otro tipo de representaciones de las desigualdades económicas más vividas y menos alejadas del cliché de la miseria.

A favor: que todo lo que se explica en la película es tristemente una realidad.

En contra: la poca pericia narrativa de Loach.