Aquella casa al lado del cementerio creativo
por Marcos GandíaQue se acuse de caprichoso, ególatra y críptico a Darren Aronofsky, además de (supongo) un piropo para sus oídos (y su ego, por supuesto) es de una evidencia tal que descalifica a quienes parecen desconocer que su obra es ante todo caos y una astuta perversión de todos los elementos genéricos. Ni Réquiem por un sueño era un drama verité sobre las drogas, las adicciones; ni Noé era un péplum religioso y ni mucho menos El luchador (su trabajo más parecido y próximo a una lógica y una linealidad mainstream) era una crónica en primera persona sobre las segundas oportunidades en la vida.
En ese personal universo que discurre en la cabeza del director de Cisne negro, en el fondo profundamente conectado con el de ese escritor en crisis que encarna Javier Bardem en Madre!, todas las historias y todos los personajes no pueden tratarse de manera realista. Son meras ensoñaciones. Principalmente de sus propios miedos, insatisfacciones e instintos reprimidos: la homosexualidad autodestructiva de la bailarina de Cisne negro o la maternidad obsesiva de la Jennifer Lawrence en el film que ahora se estrena para provocarnos y hacernos despertar de esa modorra de verlo todo mega explicado y regurgitado. Y de manera secundaria pero no menos importante, del propio inconsciente y albur creativo de Aronofsky, el dios atormentado, egoísta, caprichoso, críptico y nada complaciente que ni siquiera descansa el séptimo día.
Madre! Posee la virtud, la gloriosa virtud, de sorprender escena tras escena al espectador. De violar al espectador (literalmente) en un in crescendo de brutal surrealismo alegórico que nos va llevando, a golpes, hacia un desenlace que tiene el detalle de remitir a la propia esencia de esa literatura citada: la de los cuentos de terror o las historietas de terror de la editorial Warren. ¿Es Madre! Una película de terror? Si se responde que sí no se comete una equivocación: Jennifer Lawrence parece tan perdida en esa mansión en mitad de la nada (una nada de la cual surgen misteriosamente no menos misteriosos personajes) como Mia Farrow en los pasillos del edificio Dakota en La semilla del diablo o la Cristina Raines de esa otra parábola diabólica (infinitamente más abstracta) que fuera La centinela de Michael Winner.
Pero el film de Darren Aronofsky es mucho más que una pesadilla en clave de relato de horror o una juguetona comunión antropófaga con el happening de títulos como el Seizure con el que debutara un iluminado y cocainómano Oliver Stone, o con las alegorías del cine de Luis Buñuel. Es un aquelarre en la mente de Charles Manson, es una propuesta que persigue molestar al público, incomodarlo (ese momento en que Lawrence sorprende a los personajes de Michelle Pfeiffer y Ed Harris haciendo el amor de manera animal y sucia tras un instante de falsa ¿humanidad?), arrastrarlo desde la piel de esa esposa y madre que a la postre, en su obsesión por hallar racionalidad a lo que está sucediendo, resulta el elemento discordante.
A favor: El mal rollo que da toda su primera hora. La locura de su desenlace.
En contra: Acusar a Aronofsky de misógino y pagado de sí mismo.