Críticas
3,5
Buena
Fuego en el mar

La vida en Lampedusa

por Quim Casas

Gianfranco Rosi, el más laureado de los documentalistas en activo, León de Oro veneciano con Sacro GRA (2013) y Oso de Oro berlinés con Fuego en el mar (2016), propone en este último filme el retrato de un espacio, quienes lo habitan y quienes están de paso por fuerza mayor. Fuego en el mar no es exactamente un documental sobre la dura vida de quienes abandonan África para buscar en Europa, teóricamente más clemente, un tipo de vida algo mejor. Lo es, porque muestra los cuerpos deshidratados, desnutridos, castigados y moribundos que llegan a la costa italiana y lo que después les espera, confinados en hangares, burocratizados por un sistema que no sabe como afrontar y resolver el problema. Pero Fuego en el mar es, sobre todo, una película sobre ese espacio intermedio, la isla de Lampedusa, cercana a la costa tunecina (solo 70 millas de distancia) y a la siciliana (120), en la que unos personajes llegan para no quedarse y otros están ahí de forma permanente, conscientes de su papel en un trozo de tierra rodeado por el mar y en tránsito aciago para tantos otros.

Rosi parece dedicarle un porcentaje equitativo del metraje a los inmigrantes ilegales (la llegada a la costa en barcas donde se amontonan los cuerpos vivos y los ya muertos, los comentarios del médico sobre las condiciones infrahumanas en las que son tratados, la consulta a una inmigrante embarazada, las plegarias en el edificio donde se hallan recluidos, la imagen hiriente de los cuerpos recubiertos de mantas isotérmicas) y a los habitantes de Lampedusa, con especial protagonismo para el pequeño Samuele, a quien Rosi acaba convirtiendo en hilo conductor.

Samuele estudia y juega con su amigo. Va al oculista porque tiene un ojo perezoso, prueba su nueva visión disparando con el tirachinas, recorta monigotes en los cactus, simula disparar al aire con un fusil imaginario, come con su abuela y observa a su padre pescador. Samuele es el vestigio de Lampedusa. Otros se han ido del lugar. Otros, los inmigrantes, aparecen y desaparecen cada día. Nada queda de ellos. Si de Samuele y su abuela, que escucha las trágicas noticias procedentes de la costa a través del parte radiofónico. Si del médico, que no sabe como contener la hemorragia humana y explica a cámara, de forma compungida, como llegan los inmigrantes hacinados en las embarcaciones tras pagar un dineral. Si del presentador de la radio local, que recoge las peticiones de sus oyentes y pincha canciones tradicionales sicilianas como la que da título al film, que es el resumen de una forma de vida.

Fuego en el mar atrapa el tiempo lampedusiano y nos habla de un problema lacerante sin explícita necesidad de centrarse solamente en él. La película es el retrato respetuoso de una comunidad, de una isla situada allá donde a nadie le habría gustado estar, de unos hombres, mujeres y niños que fracasan (de las 400.000 personas africanas que han cruzado el canal de Sicilia para entrar en Europa en los últimos veinte años, 15.000 han perecido en el intento) al intentar encontrar en otros lugares lo que se les ha negado en su propio mundo. Varias películas en una, totalmente homogénea.

A favor: su mezcla de retrato cotidiano de un lugar y documento sobre la inmigración ilegal.

En contra: que su franqueza al mostrar los efectos devastadores del viaje de los inmigrantes hayan sido confundidos por pornografía emocional.