Appetite for Destruction
por Alberto CoronaPocas veces un plano ha resumido tan bien todo un discurso fílmico como aquél de la Casa Blanca estallando bajo el fuego marciano en Independence Day. El gran éxito de Roland Emmerich daba justa cuenta de sus intereses, que en los más de veinte años que nos separan de dicha superproducción no sólo apenas han variado, sino que incluso se han revestido de cierta dignidad. Como ocurre con otros cineastas atraídos sin remilgos por la noción de espectáculo, para Emmerich nunca ha habido mayor placer que el que emana de la destrucción y el movimiento perpetuo; lo que le distingue, sin embargo, es que sin una exposición diáfana y bien encuadrada, la destrucción para este director alemán no vale gran cosa. ¿De qué sirve volarlo todo por los aires si el espectador no puede reparar en la grandeza de este hecho? ¿En la cantidad de cosas que ha reunido para posteriormente desintegrar?
Son principios aplaudibles, qué duda cabe. Sobre todo en una coyuntura donde la saturación CGI ha limado la posible contundencia de estos pasajes, impidiendo esa sensación tan querida y cultivada durante los años 90 por la cual el espectador se sentía pequeño ante la pantalla, y sus gritos no eran enmudecidos tanto por el subidón de volumen como por la intimidación que hacía presa de él. Emmerich no ha logrado mantenerse ajeno a esta hipertrofia digital —sin ir más lejos, su reciente Independence Day: Contraataque era capaz de ilustrar con involuntaria y dolorosa claridad todo lo que habíamos perdido en el nuevo siglo—, pero siempre que ha podido se ha empeñado en mantener sus orgasmos a ras del suelo, condicionados por una noción de realidad que alcance la catarsis en el momento en que dicha realidad se hace pedazos. Dado lo férreo de esta vocación, no deja de sorprender que haya tardado casi dos décadas en volver al género bélico, tras dirigir a Mel Gibson —otro autor de convicciones similares pero menos interesado en la extinción de la humanidad— para El patriota, al tiempo que su particular exploración de la Segunda Guerra Mundial se llena de ecos poéticos, incluso místicos: hasta dicha contienda el ser humano distaba de imaginarse una cantidad de destrucción de estas proporciones, y eso es justo lo que se propone registrar Emmerich en Midway.
A su favor, además, cuenta con que la batalla de Midway es, desde el prisma occidental, un episodio histórico que es imposible estudiar sin cierta euforia, plena la satisfacción de una venganza consumada tras el ataque a Pearl Harbor. Algo que permite a Emmerich dejarse llevar alegremente por la pirotecnia del asunto, permitiendo sin complejos que la seducción que a él le inspira dicho encuentro sea transmitida de forma directa al público. Midway es, por tanto, cine bélico sin antibelicismo, heroísmo sin cuestionamiento y, sobre todo, guerra como fin en sí mismo. Un blockbuster orgulloso de serlo que reúne los elementos más recurrentes del cine de Emmerich —tramas corales circunvalando un único desastre, sacrificios de todo tipo en pos de un bien mayor, diálogos plomizos—, para conectarlos con una tradición cinematográfica que a Emmerich, en su prolongada apuesta por el barroquismo, no le resulta tan ajena como podría parecer. De esta forma, nos encontramos con que numerosos aspectos de Midway abrazan de forma militante el clasicismo, con apuntes que van desde la propia narrativa —esas mujeres que encabeza Mandy Moore sin la más mínima inquietud por quedarse en casa a esperar al marido—, hasta la cuidada puesta en escena. Nunca Emmerich ha planificado con más mimo que aquí, y nunca su testosterónica cinefilia ha resultado tener una mejor brújula.
La decisión de incluir a John Ford en medio de la refriega empeñándose a rodar su propia versión de La batalla de Midway no cabe reducirla, por tanto, a un simple guiño metalingüístico, sino a una común voluntad estética. Ford, que aquel día se encontraba por pura casualidad en la isla de Midway, se obstinó en seguir grabando aun cuando el fuego enemigo le rodeaba, y de hecho llegaba a alcanzarle. El mítico cineasta estaba demasiado seducido por la enormidad del momento, por las alucinantes imágenes que la cámara percibía, y por la fe en que ese partido lo iban a ganar. No es mucha la distancia emocional (ni ideológica) que le separaba de Emmerich aquel día. La misma distancia que Midway, a su propio ritmo, trata de recorrer con ánimo humilde, pero también disfrutón.