Críticas
4,0
Muy buena
Sin amor

Formas melodramáticas del egoísmo

por Israel Paredes

La anterior película de Andrey Zvyagintsev, Leviatán, comenzaba y terminaba con imágenes paisajísticas, bajo la sonoridad del Akhnaten de Philip Glass, que servían para crear tanto de arranque como de cierre una atmósfera más allá de contextualizar la historia. En su nueva película, Sin amor, procede del mismo modo al inicio, con unas imágenes de un río nevado al lado del cual se encuentra un árbol que, después, tendrá gran relevancia en la película. La relación entre ambas películas al operar del mismo modo interesa en tanto a que el final de Leviatán parece, de alguna manera, enlazar con el de Sin amor, creando una unión entre ambas dado que, a pesar de las diferencias, Zvyagintsev sigue ahondando en la sociedad rusa actual, ahora, desde una perspectiva que logra ser mucho más amplia. 

Zhenya (Maryana Spivak) y Boris (Aleksey Rozin) son un matrimonio que está en proceso de divorcio cuando su hijo Alyosha (Matvey Novikov) desaparece. Zhenya tiene una relación con otro hombre y Boris espera un hijo de otra mujer, llevando ambos una vida paralela. Alyosha, un niño retraído y sensible, se encuentra en medio de una guerra emocional que ha alcanzado elevadas cuotas de desprecio. Cuando el niño no vuelve a casa y la policía no puede actuar ante la falta de pruebas, un grupo de voluntarios comenzará la búsqueda de Alyosha. 

Zvyagintsev plantea Sin amor asentándose en muy pocos elementos. La trama de la búsqueda del hijo sirve como motor vehicular para trazar alrededor de la pareja un retrato desolador de una clase social media-alta que, sin embargo, posee un mayor alcance en la mirada del cineasta ruso. Zvyagintsev ya había, por ejemplo en Elena, trabajado el melodrama como género a partir del cual ir trazando una mirada personal más allá de las coordenadas genéricas. En esta ocasión lo lleva hasta su extremo con una historia y unos personajes a los que se acerca con total crudeza, pero con cierta frialdad, que no distanciamiento, que los desnuda sin miramientos. Durante un primer bloque se encarga de igualar a ambos en su comportamiento, repitiendo motivos y secuencias con Zhenya y Boris como protagonistas, mostrando su intento, lógico por otro lado, de reemprender una nueva vida después de su matrimonio fallido. La desaparición del hijo, que podría haber sido elemento de unión, deviene en uno de tensión y agrava todavía más una relación malsana y llena de odio. Zvyagintsev no se muestra condescendiente con ninguno de ellos, quizá, en este sentido, podría considerarse que el cineasta apuesta por un tono demasiado agresivo de no ser por la mirada que imprime a la narración, que rehúye las formas realistas más al uso y apuesta por una estilización visual que denota, más si cabe, que ambos personajes, y con ellos su clase social, se encuentra en una suerte de superficialidad emocional y material. 

El director juega con cierto suspense según avanza la película, con una meticulosa búsqueda del niño por ese equipo de voluntarios que, a pesar de su labor, posee ciertos trazos inquietantes en sus formas paramilitares. Tanto que actúan en el territorio que la policía no puede cubrir. También por las formas imperativas de su comportamientos, convertidos los padres en meros testigos de una desaparición que se ha producido, en gran medida, por su falta de atención hacia un niño que se ha convertido, para ambos, en una molestia: la primera conversación entre ellos así lo expone. Zvyagintsev usa esa forma de incordio, dado que sin el hijo ambos podrían reemprender sus vidas con mayor comodidad, como muestra de un egoísmo emocional que tiene en las imágenes finales de la película su constatación. 

Zvyagintsev lleva a cabo un trabajo formal que, al igual que en sus anteriores películas, posee una gran solidez y elegancia, buscando la adecuación tonal perfecta e imprimiendo a la película de un ritmo prodigioso a pesar de la lentitud con la que avanza. Consigue templar las emociones, logrando de ese modo un melodrama seco y duro, en el que una mirada despiadada contra sus personajes, en ocasiones, se antoja excesiva. Pero tan solo por momentos. Atiende, a su vez, a ciertos detalles para ampliar el contexto, como esa presencia de los móviles o la realización de selfies en cualquier momento así como algunas noticias que aparecen en las televisiones de manera puntual para contextualizar cada instante y ampliar la mirada hacia una sociedad pagada de sí misma, superficial y, en muchos aspectos, infantilizada. Así, Zvyagintsev sitúa a su pareja en un momento preciso, el presente de Rusia, pero a su vez se alzan como formas o figuras que representan un egoísmo emocional y material mucho más extenso. En este sentido, Sin amor trasciende sus contornos contextuales para convertirse en unas de las mejores películas que han radiografiado cierta miseria emocional actual que no tiene, o no solo, que ver con un tema de clase social media sino como un mal mucho más extendido. Con un trabajo formal formidable, y con un final que no deja lugar a dudas,  Zvyagintsev quizá adolezca de ser enunciativo en ciertos momentos y algo obvio en otros, que su discurso pueda ser entendido o visto desde cierto paternalismo, algo intrínseco a cierto cine europeo considerado de autor, pero, ahora bien, no cabe duda de que Sin amor, exenta de cualquier atisbo de cinismo, resulta un retrato revelador de algunas derivas sociales actuales. 

Lo mejor: El trabajo formal de Zvyagintsev y los actores. 

Lo peor: Que Zvyagintsev en determinados momentos se posiciona por encima de los personajes.