La noche extremeña
por Marcos GandíaDos escenas de bar abren y cierran este film de (algo más que) animación. En ambas, la figura de un joven pero ya ambicioso Luis Buñuel ofrece una coda lúcida a lo que le rodea. En la primera, en uno de aquellos bares bohemios de cuando, parafraseando a Ernest Hemingway, París era una fiesta, el quién es quién de los vanguardistas y provocadores años 20 debate, entre copas, sobre la utilidad, la función y la verdadera razón de ser del arte. Tras tanta disquisición de salón, el cineasta de Calanda los reta desde un surrealista, libertario y anticlerical gag. Pasará mucho tiempo y pasarán muchas cosas entre esa secuencia y la que pone el letrero de Fin, las que han despojado de soberbia y de teatrales ánimos de epatar (menos que su odiado amigo Salvador Dalí, objeto de las más crueles pullas de la película) al autor de La edad de oro, las que lo muestran brindando en solitario, como sola se ha quedado su vida y se quedará España, de lleno en una guerra cruel y fratricida.
Buñuel en el laberinto de las tortugas, puesta en imágenes de la celebrada novela gráfica homónima, es un viaje iniciático al misterio que el director murciano construyó alrededor suyo y de la prolongación que vendría a ser su filmografía, otro enigma asimismo. Una odisea humana, humanista, cuyo destino es arrancar la que quizás sea la única lágrima (sincera) de alguien que se construyó un caparazón (genial, irrepetible, críptico) como el de las tortugas, refugiándose en él temeroso de ser herido. Cuando el film (formal y estéticamente precioso: era hora ya de apostar por una animación que no resultara clónica a todo el cegeísmo Pixar y compañía) busca despojar de esa coraza orgánica a Buñuel vía los flashbacks de su infancia, del choque con un padre poco empático, cae algo en lo convencional. No así cuando incluso también en ellos se abre paso la fabulación que llevaría al director al cine: las sombras chinescas (excepcional declaración de amor a Julio Verne… ¿acaso avanzando lo que haría más tarde con Daniel Defoe y su Robinson Crusoe?), la imaginación cada vez más desbordada que prefigurará el imaginario surrealista del autor (los cadáveres y los buitres) y la mirada a su alrededor como un continuo encuadre.
Es en ese aspecto cinematográfico, en el proceso que llevó a Luis Buñuel al rodaje del documental creativo y crítico Las Hurdes: Tierra sin pan, donde asistimos a la humanización e incluso sentimentalización de quien más tarde nos presentara a otros marginados, a Los olvidados. En ese juego entre la realidad y la representación interesada de esa realidad (lo que es en el fondo todo documental), es donde Buñuel en el laberinto de las tortugas logra su objetivo, más que nada porque hace exactamente lo mismo: mezcla el rodaje (en dibujos animados) con los verdaderos fotogramas del film resultante. En ese laberinto de miseria, de una España de la que se había alejado y de la que tendría que alejarse, pero de poesía arrebatadora y sobre todo de sinceridad, Buñuel se encuentra. Nosotros lo encontramos a él también. Para al poco (el destino trágico de su amigo y esposa; el destino trágico de la propia España, de las ideologías) brindar al vacío y retornar al refugio del caparazón, al de arte claustrofóbico y enigmático, tanto como los laberintos sin salida.