Hay que educar a papá
por Marcos GandíaSe suele decir que la comedia es un género con buena respuesta comercial, también razonablemente barato en estos tiempos en los que los musicales teatrales son de cámara y las piezas cómicas son monólogos… Bienvenidos (de nuevo) a la crisis. Pero también se sabe que la comedia es un género difícil, no solamente porque el humor es algo como la repostería, milimétricamente preparado, sino porque la risa es tan democrática (seguramente lo único con este adjetivo que nos quede) que lo que para algunos es tronchante, para otros es insufrible. No sé si Dani de la Orden, el joven director de El mejor verano de mi vida, pensaba dedicarse exclusivamente a este género tan complicado, y menos si lo iba a hacer no desde una posición autoral, generadora de sus propios proyectos (ese par de estacionales comedias románticas que son Barcelona noche de verano y Barcelona noche de invierno), sino desde el encargo comercial.
Encargo era su anterior película estrenada, la muy divertida El pregón (un vehículo para Andreu Buenafuente y Berto Romero), y encargo es esta aventura familiar veraniega. Encargo que vuelve a resolver con estilo y con un dominio muy a tener en cuenta, respetar y agradecer, de los ingredientes que consiguen que un buen postre nos haga sonreír y recordar con felicidad un ágape entre seres queridos. Dani de la Orden maneja con gracia y precisión tanto los planos secuencia y las escenas corales (en un tono berlanguiano al cual suma su reconocida influencia del cine de Richard Curtis) como los momentos más íntimos, e incluso el construir y destruir un gag (la aparición de Berto Romero) a base del montaje de la secuencia, todo en un timing que recuerda a Jerry Lewis.
El mejor verano de mi vida, pensada para el lucimiento estelar, ya como protagonista, del humorista y monologuista (en ocasiones ambos conceptos no van unidos) Leo Harlem, quien destacara y robara escenas en la taquillera Villaviciosa de abajo, logra su objetivo principal: dotar de carisma, no tanto cómico (que lo tiene) sino dramático, de calado humano, al cómico. Clon de otros ilustres intérpretes destinados a ser superados por las circunstancias, la familia, el cómo somos, el cuñadismo y los implacables mecanismos de la comedia, Harlem (arropado por un plantel de excelentes secundarios, el filón inagotable de nuestro cine) nos lleva a lo que está más en consonancia con el Dani de la Orden autor: a la melancolía, el tierno patetismo de las personas normales. Y eso es mucho mejor que los chistes y las situaciones que te arrancan carcajadas. Las conversaciones con su hijo, sus miradas ante el caos y ante una infancia, una vida, que desapareció arrastrada por el tsunami de hacerse adulto, son una delicia, y emparentan al film con, por ejemplo, Las verdes praderas de José Luis Garci.