Perder la razón
por Quim CasasEstamos en la nueva era del folk horror, y en cine ello se debe a dos directores, Robert Eggers y Ari Aster. El segundo realizó en 2018 Hereditary y al cabo de doce meses ya tenía lista Midsommar, el filme más significativo de esta tendencia de terror ancestral ligado al folclore y los ritos atávicos. Eggers ha ido con más tiento. Despuntó con su primera película, La bruja, dirigida en 2015, y ha tardado cuatro años en darle forma a la segunda, El faro, en la que replantea algunas nociones de este renacido horror folk jugando, como mandan los cánones de la tendencia, con el paisaje (aquí una isla, un faro), los temores insondables y los gestos y decisiones más misteriosas.
A todo ello, Eggers añade una nueva nota de cualidad: una fotografía en blanco y negro, muy cruda y ruda, conectada con el cine de los primitivos, que nos evoca la fotogenia tan especial de ciertos filmes de Murnau, Stiller, Sjöstrom, Von Stroheim, Dreyer y, en general, del cine fantástico mudo. Nada mal como referentes en cuanto al tratamiento de la luz, tan esencial en este filme.
Las películas con faro acostumbran a llamar a las puertas de la locura, de La luz del fin del mundo, adaptación setentera de una novela de Jules Verne, a las más recientes La luz entre océanos y Keepers, el misterio del faro, cuando no se instalan plenamente en el terror, caso de La piel fría. La de Eggers, ambientada en una isla de Nueva Inglaterra a finales del siglo XIX, horada una atmósfera y estado de ánimo similares, aunque con diferentes armas expresivas.
El director trabaja sobre el espacio (la isla deshabitada) y lo que lo rodea (el océano filmado como una enorme e inescrutable mancha blanca), la arquitectura claustrofóbica (las entrañas del faro), la luz (naturalista y a la vez forzada en su textura y granulación arcaicas), los textos (algunos extraídos de los diarios de Herman Melville) y los rostros (de piel castigada por el frío y el sol, la barba hirsuta, los ojos en sombras casi expresionistas). Son solo dos personajes, un farero con experiencia, Willem Dafoe, y otro que aún carece de ella, Robert Pattinson (en otra nueva muesca hacia un cine más pleno tras trabajar ya con Cronenberg, Herzog, Corbijn, Gray y Denis).
Una pugna constante, un juego siempre severo, pesado como lo son los días que pasan en soledad; una relación a veces maquiavélica y, en otras, bromista: Dafoe responde con ventosidades a las preguntas de Pattinson. Pero este aislado y muy leve sentido del humor, propio de la cotidianidad que ambos personajes deben asumir, al menos al comienzo de su vida en común en lo más parecido al fin del mundo, se agrieta rápidamente. La luz, el aire, la comida, las camas, hasta las gaviotas, se convierten en algo distinto de lo que son, en algo inquietante. Como el título de una película de Joachim Lafosse de 2012, en El faro acaba siendo fácil perder la razón.