Críticas
5,0
Obra maestra
Mank

Ciudadano Mankiewicz

por Alejandro G.Calvo

En 1941 un cineasta de 26 años, que venía del Teatro vanguardista y había logrado un shock sin precedentes en la historia de la radio (con música de Bernard Herrmann) al emitir una versión de “La guerra de los mundos” de H.G. Wells como si de una invasión alienígena real se tratara, estrenaba su primera película bajo el título de Ciudadano Kane. El resultado: una obra maestra absoluta, una película clave en la historia del cine, vanguardista en sus formas -asombroso el trabajo de Gregg Toland (dirección de fotografía), Robert Wise (montaje) y música original (Bernard Herrman)-, soberbia en su actitud (argumental y estética) y abrasadoramente ácida en su retrato iconoclasta del poder establecido. Pero, ¿quién fue realmente el autor del guión original? La lucha por los créditos del mismo -premiado con el Oscar, el único que se llevó Kane-, llevada a cuchillo abierto y a todo volumen en prensa, radio y televisión dejó una herida lacerante en la historia del cine que no de dejó de sangrar ni aún con los responsables de la afrenta muertos y enterrados: Orson Welles y Herman J. Mankiewicz.

Welles era el niño prodigio del teatro neoyorquino, el autor total señalado para definir el cine del futuro… hasta que la propia industria del cine decidió arrinconarlo y maltratarlo hasta que no fuera capaz ya de levantar ningún proyecto. Mank, por su parte, era un guionista de serie B sin un solo éxito sólido en su carrera (de más de 90 títulos), que además solía aceptar de buen grado no aparecer acreditado en sus libretos. Ejemplos: La espía número 13 (1934) de Richard Boleslavsky, La voz que acusa (1935) de Tim Whelan, San Francisco (1936) de W.S. Van Dyke, etcétera. Sólo imaginar la cara de Welles cuando Mank, que antes de empezar a escribir había aceptado el no figurar en los mismos, le exigió que la autoría del guión fuera compartida, bien merecía una película. Y esa película es la que acaba de realizar David Fincher bajo el paraguas de Netflix.

Seis años han pasado desde que David Fincher estrenó Perdida (2016), su último largometraje hasta la fecha (la estupenda serie, también de Netflix, Mindhunter (2017-2019), le ha tenido entretenido estos años, algo que según asegura el cineasta no volverá a pasar); por lo que el regreso del cineasta firmante de películas clave del cine contemporáneo -las citamos: Seven (1955), Zodiac (2007), El curioso caso de Benjamin Button (2008), La red social (2010)- era bastante esperado, al menos, por los que creemos que Fincher es un cineasta tan necesario como en su día lo fueron Fritz Lang, Alfred Hitchcock o Brian De Palma. Su nueva película, Mank, crónica tanto del proceso de escritura del guión de Ciudadano Kane, como retrato en sepia del Hollywood de los años 30 y 40, mostrando con igual deleite el fascinante glamour de la época dorada del cine norteamericano como sus más absolutas miserias, marcadas por la egolatría y el despotismo de quién se sabe con tanto dinero y poder (si no es lo mismo) como para marcar la política del país (decidir sobre la vida de las personas), mientras la Segunda Guerra Mundial arrancaba motores en Europa. Fincher, tras trabajar con escritores de la talla de Aaron SorkinEric Roth o Andrew Kevin Walker, en esta ocasión ha partido de un guión original de su propio padre, Jack Fincher (fallecido en 2003), en lo que es su primer guión llevado a la gran pantalla, después que Martin Scorsese rechazara su libreto sobre Howard Hughes, que debía haber sido la base sobre la que se guiara El aviador (2004).

En Mank, fascinante ejercicio de cine dentro del cine -como también lo fue Érase una vez en… Hollywood (2019) de Quentin Tarantino, sólo que aquí virando el foco de los años 60 a los años 30 y cambiando a los actores en declive y los dobles de riesgo cooler than life por los magnates que manejaban el cotarro entre champán, habanos y coristas-, que celebra, no sin ironía, la fascinación absoluta de Hollywood como meca del Séptimo Arte, y cuya lucha dramática interna, tanto de los teje-manejes de los Estudios - Paramount, MGM- y de sus tycoons -Louis B. Mayer, David O. Selznick, Irving G. Thalberg-, como la tan corriente como asesina lucha de egos por hacerse un lugar en la industria (o, simplemente, llegar a realizar ¡y firmar! una película), recuerda a maravillas del cine de Vincente Minelli (Cautivos del mal, 1952), John Schlesinger (Como plaga de langosta, 1975) o Elia Kazan (El último magnate, 1976). Aunque, claro, el referente fácil sea una película mucho más cercana y endeble: RKO 281 (1999) de Benjamin Ross, donde se abordaba, precisamente, la problemática producción de Ciudadano Kane…

El protagonista principal de Mank es, claro, Mank. El hermano mayor del gran Joseph L. Mankiewicz -que no sale muy bien parado en la película-, retratado aquí como un genio intelectual, tan culto como deslenguado, tan entrañable (por momentos) como desquiciado (por otros momentos), y finalmente, tan parte del engranaje de la producción en cadena de películas simétricas como visceral autor decidido en plasmar en Kane toda su rabia con el establishment en general y contra William Randolph Hearst (y los jefazos de la MGM) en particular, en respuesta al acoso y derribo (guerra sucísima, en definitiva) de los magnates contra el escritor y político demócrata Upton Sinclair. Alcohólico empedernido, fumador irredento, de una mala salud férrea y ciertamente cómodo en todo tipo de jolgorio hollywoodiense donde se mueve como una serpiente entre escorpiones, el Mank de Gary Oldman se convierte por méritos propios en un personaje ya clásico para la gran Historia del cine (además de ser, así lo creo, así lo digo, en la mejor interpretación del oscarizado actor por ese churro llamado El instante más oscuro (2017)). Oldman es Mank y Mank es Oldman, todo entereza, estilo e ironía, quién nos mueve entre las increíbles imágenes del film, soportando los vaivenes dramáticos entre trago y trago de espirituosos, mientras calza su pesar y tristeza frente a lo observado, guardándose su rabia en el hígado y esperando, pacientemente, el momento de contraatacar. Es un peón contra el resto del ajedrez, la figura en inferioridad de condiciones que, sin embargo, se sabe el más listo del juego. Un perdedor nato que pone todas sus esperanzas en ganar la última batalla. Y esa batalla, tan gloriosa, es finalmente Mank.

Fincher ha conseguido algo magnífico (¡cómo iba a ser sino!): realizar su película de corte más clásico sin dejar de ser plenamente moderno. Una obra maestra que busca reflejarse en el Kane de Welles -hay rimas constantes en la película que remiten a planos, fundidos y encadenados de la misma- para, al mismo tiempo, hacer sentido homenaje a unas formas desaparecidas de hacer cine a la vez que sienta cátedra sobre cómo hacer cine en el 2020. En unos tiempos donde todo es tan rápido como efímero, tan urgente como inocuo y donde la repetición y la relectura más cómoda es lo que prima a la hora de lanzar una nueva -por decir algo- película, Mank nos da un sopapo en la cara y nos dice que el cine sigue siendo capaz de ser la mejor de las artes, la mejor forma de contar historias, el mejor sitio donde adentrarse, perderse y disfrutar como si no existiera un antes y un después.