Críticas
4,0
Muy buena
Alto el fuego

Perdidos en el nuevo mundo

por Carlos Losilla

Emmanuel Courcol, el director de esta película, cita como una de sus fuentes de inspiración El cazador (1978), de Michael Cimino, que hablaba entre otras cosas de la vuelta al hogar tras la experiencia traumática de la guerra, en aquel caso de Vietnam. Para que quede bien claro, un personaje de Alto el fuego interpreta en un momento determinado la misma pieza para piano de Franz Schubert que tocaba George Dzundza en ese clásico de los 70. Y, por si fuera poco, el tema de fondo es  idéntico, por mucho que Courcol rehúya cualquier tipo de épica crepuscular --la especialidad de Cimino—, pues ambas películas ponen en escena a un personaje que se empeña en rescatar a otro de las profundidades infernales en que se ha sumergido tras el horror bélico: en El cazador, Robert De Niro regresaba a Vietnam en busca de Christopher Walken, al que las drogas y la ruleta rusa mantenían esclavizado en Saigón; en Alto el fuego, Romain Duris --espléndido, por cierto-- vuelve a casa y se empeña en que su hermano recupere el habla y el oído, perdidos tras el shock experimentado en las trincheras. Aunque el viaje del protagonista de esta sensible, melancólica ópera prima sea más interior que exterior, más inmóvil que agitado, no deja de albergar múltiples ramificaciones: la búsqueda del otro es también la de uno mismo, al tiempo que el discurso antibelicista se convierte poco a poco en una odisea espiritual.

Pues también el personaje de Duris necesita ser redimido. De las trincheras de Verdún ha pasado a las espesuras desérticas de Alto Volta, como si el horror de la guerra lo hubiera llevado a experimentar las contradicciones del colonialismo. Y el retorno al hogar, cual Ulises desencantado, no es otra cosa para él que la confrontación con los propios fantasmas, con ese hermano de repente sordomudo, con otro hermano desaparecido en combate, con la madre derrotada por la vida, pero también con una mujer (Céline Sallette), igualmente baqueteada y humillada, que lo obligará a mirar de frente el futuro. Courcol aborda este complejo material sin estridencias, rehuyendo la retórica melodramática, despreciando la estampita de época y el cine de mensaje. Alto el fuego  es más bien un relato impresionista, elegantemente elíptico, que aborda la cuestión del zombi contemporáneo sin esconder su dependencia del cine americano, clásico y moderno: un muerto en vida por culpa de la deriva capitalista, el personaje de Duris es el heredero de los grandes aventureros y losers del cine de Hollywood, de las almas heridas de ciertas grandes narraciones de guerra y de aventuras que tanto abundaron en el siglo pasado.

No cabe duda de que la película de Courcol es imperfecta, irregular. El inicio en el frente, que pretende emular al Stanley Kubrick de Senderos de gloria e incluso llevarlo más allá, no resulta demasiado prometedor. Y lo que sigue sufre de indefinición, en ocasiones no se sabe muy bien si pretende encauzarse según las reglas de cierto cine de qualité inequívocamente francés o lanzarse por caminos más inquietos, más intrépidos, en un incierto punto medio entre Bertrand Tavernier y Claire Denis. No obstante, Courcol filma aquí con poderosa  energía, allá con arrebatado lirismo, y el fresco resultante quizá no sea tan coherente como sería de desear, pero en compensación ofrece fragmentos sorprendentes para un director novel: la excursión en el río, digna heredera de Jean Renoir, o las escenas nocturnas en la casa familiar, con el protagonista vagando de habitación en habitación durante su insomnio, convierten Alto el fuego en un debut singularmente prometedor y a Courcol en un cineasta cuyos pasos habrá que seguir.