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Del director argentino Santiago Mitre, que también se encargó del guion junto a Mariano Llinás, afronta este drama político que hizo fijar la mirada del mundo en argentina, y que se ofre bajo la combinación de dos estilos muy marcados: el melodrama hollywoodense impregnado en historias basadas en hechos reales, y en la chispa, y el humor de los productos argentinos de los últimos veinte años. En términos generales, es una mezcla que por momentos desestabiliza pero nunca deja de ser efectiva para el espectador que busca adentrarse en temas históricos, pero sin el tedio y la complejidad de datos e información que muchas propuestas no saben manejar.
La película no está libres de clichés, humor y música que rompen el ritmo del drama e incluso de convencionalidades melodramáticas en el guion, sin embargo, estos detalles son opacados y minimizados por tres puntos: la soberbia actuación de un viejo lobo filmico como Ricardo Darín que interpreta de forma inmenda a Julio Strassera, el fiscal del juicio más relevante de la historia democrática del país, y que te hace disfruta en cada escena y diálogo por darle a su personaje una inigualable presencial corpórea y vocal, para muestra, el monólogo durante el juicio, dotado de emotividad, coraje y suplicio. Los otros dos puntos sobresalientes son la cinematografía de Javier Juliá el diseño de producción comandado por Micaela Saiegh, pues ambos son brillantemente coordinados para entregar una experiencia de época inmersiva.
El tema que el filme recalca una y otra vez sobre la sentencia a los atroces actos de criminalidad militar sin duda no tiene fecha de caducidad, pues lo podemos referenciar con lo sucedido actualmente en multitud de países y su idea de militarización propuesta. La cinta cumple como recordatorio de los riesgos y las consecuencias fatalistas de promover países armados.
El largometraje para sorpresa de pocos y expectativa de muchos, es una propuesta que hace funcionar su convencionalidad; que no es original ni subversiva, pero emociona y gusta por sus actuaciones, su fotografía y su ritmo dinámico e inestable. Una propuesta vistosa, con mensajes contundentes y accesible hasta para el más desconocedor del contexto sociopolítico del país.
No solo las caracterizaciones se ajustan a la perfección al momento retratado (maquillaje, peluquería, vestuario, atrezzo) sino que la dirección artística es realmente minuciosa en cada detalle que se ve en pantalla. A tal punto llega esa obsesión por la verosimilitud que cuando se echa mano de imágenes de archivo es imposible distinguir unas imágenes de otras.
Como bien narran unos rótulos iniciales, suya fue la tarea de emprender acciones legales civiles contra la cúpula militar que durante la dictadura convirtió en sistemáticos la perversión de los derechos humanos de miles de ciudadanos que fueron amenazados, secuestrados, torturados e incluso asesinados o "hechos desaparecer", con el consiguiente dolor de sus familias.
La película narra las dificultades a las que tuvo que hacer frente el fiscal Strassera, en primer lugar para vencer la reticencia del tribunal, dado que era la primera vez que uno civil sentaba en el banquillo a comandantes acusados de crímenes de lesa humanidad, y posteriormente para reunir un equipo capaz de conseguir en tiempo récord pruebas, testimonios y documentación que avalaran sus tesis.
Eso, por supuesto, sin dejar de mostrar las cortapisas, presiones, amenazas que formaron parte del día a día hasta el mismo día del dictado de la sentencia.
El grandioso y dilatado Ricardo Darín y Peter Lanzani en el rol de Moreno Ocampo, fiscal adjunto, sobrellevan el mayor peso interpretativo de la película, pero ésta obra es muy coral y cuenta también con excelentes secundarios entre los que destacan Norman Briski, Susana Giménez o Laura Paredes como Adriana Calvo de Laborde, secuestrada en 1977 mientras estaba con un embarazo avanzado.
Pero si en algo destaca el filme es en su capacidad de conjugar el thriller judicial y el drama humano con un sentido del humor perfectamente medido para no restarle solemnidad a lo propuesta pero sí aligerar el gran dramatismo de la recreación del Juicio a las Juntas, donde se recuperan testimonios reales estremecedores del genocido auspiciado por el terrorismo de Estado.
Recordemos que en él se enfrentaron a la ley Jorge Rafael Videla (tremenda interpretación con apenas unos brochazos), Orlando Ramón Agosti, Emilio Eduardo Massera, Roberto Eduardo Viola, Omar Graffigna, Armando Lambruschini, Leopoldo Fortunato Galtieri, Basilio Lami Dozo y Jorge Anaya.
Los créditos finales recogen algunos de los momentos más importantes del juicio ya sea por la trascendencia de los testimonios o por lo inaudito de las imágenes (Strassera tapándose la nariz mientras señala la bancada de los acusados es oro). Y dan buena cuenta de la pulcritud con la que se ha buscado la mayor fidelidad posible a un hecho histórico de esta magnitud.
Mitre entrega un trabajo más que solvente sobre el juicio de las Juntas Militares: es un excelente ejercicio narrativo como thriller judicial pero sin renunciar un agudo sentido del humor que no le resta solemnidad a la denuncia de las prácticas que arrasaron con los derechos humanos más básicos durante la dictadura militar en Argentina.
Clavando lo en su justo tono de la película, grave cuando corresponde, pero con pinceladas de humor que se agradecen como frescura. La exquisita ambientación y las interpretaciones.
El pero tal vez el aire triunfalista del final, que cierra un capítulo que marcó época, pero que se desmanteló poco después. Su hondo clasicismo resulta un tanto conservador y poco interesante, ante situarnos en una nueva Argentina.
La película no está libres de clichés, humor y música que rompen el ritmo del drama e incluso de convencionalidades melodramáticas en el guion, sin embargo, estos detalles son opacados y minimizados por tres puntos: la soberbia actuación de un viejo lobo filmico como Ricardo Darín que interpreta de forma inmenda a Julio Strassera, el fiscal del juicio más relevante de la historia democrática del país, y que te hace disfruta en cada escena y diálogo por darle a su personaje una inigualable presencial corpórea y vocal, para muestra, el monólogo durante el juicio, dotado de emotividad, coraje y suplicio. Los otros dos puntos sobresalientes son la cinematografía de Javier Juliá el diseño de producción comandado por Micaela Saiegh, pues ambos son brillantemente coordinados para entregar una experiencia de época inmersiva.
El tema que el filme recalca una y otra vez sobre la sentencia a los atroces actos de criminalidad militar sin duda no tiene fecha de caducidad, pues lo podemos referenciar con lo sucedido actualmente en multitud de países y su idea de militarización propuesta. La cinta cumple como recordatorio de los riesgos y las consecuencias fatalistas de promover países armados.
El largometraje para sorpresa de pocos y expectativa de muchos, es una propuesta que hace funcionar su convencionalidad; que no es original ni subversiva, pero emociona y gusta por sus actuaciones, su fotografía y su ritmo dinámico e inestable. Una propuesta vistosa, con mensajes contundentes y accesible hasta para el más desconocedor del contexto sociopolítico del país.
No solo las caracterizaciones se ajustan a la perfección al momento retratado (maquillaje, peluquería, vestuario, atrezzo) sino que la dirección artística es realmente minuciosa en cada detalle que se ve en pantalla. A tal punto llega esa obsesión por la verosimilitud que cuando se echa mano de imágenes de archivo es imposible distinguir unas imágenes de otras.
Como bien narran unos rótulos iniciales, suya fue la tarea de emprender acciones legales civiles contra la cúpula militar que durante la dictadura convirtió en sistemáticos la perversión de los derechos humanos de miles de ciudadanos que fueron amenazados, secuestrados, torturados e incluso asesinados o "hechos desaparecer", con el consiguiente dolor de sus familias.
La película narra las dificultades a las que tuvo que hacer frente el fiscal Strassera, en primer lugar para vencer la reticencia del tribunal, dado que era la primera vez que uno civil sentaba en el banquillo a comandantes acusados de crímenes de lesa humanidad, y posteriormente para reunir un equipo capaz de conseguir en tiempo récord pruebas, testimonios y documentación que avalaran sus tesis.
Eso, por supuesto, sin dejar de mostrar las cortapisas, presiones, amenazas que formaron parte del día a día hasta el mismo día del dictado de la sentencia.
El grandioso y dilatado Ricardo Darín y Peter Lanzani en el rol de Moreno Ocampo, fiscal adjunto, sobrellevan el mayor peso interpretativo de la película, pero ésta obra es muy coral y cuenta también con excelentes secundarios entre los que destacan Norman Briski, Susana Giménez o Laura Paredes como Adriana Calvo de Laborde, secuestrada en 1977 mientras estaba con un embarazo avanzado.
Pero si en algo destaca el filme es en su capacidad de conjugar el thriller judicial y el drama humano con un sentido del humor perfectamente medido para no restarle solemnidad a lo propuesta pero sí aligerar el gran dramatismo de la recreación del Juicio a las Juntas, donde se recuperan testimonios reales estremecedores del genocido auspiciado por el terrorismo de Estado.
Recordemos que en él se enfrentaron a la ley Jorge Rafael Videla (tremenda interpretación con apenas unos brochazos), Orlando Ramón Agosti, Emilio Eduardo Massera, Roberto Eduardo Viola, Omar Graffigna, Armando Lambruschini, Leopoldo Fortunato Galtieri, Basilio Lami Dozo y Jorge Anaya.
Los créditos finales recogen algunos de los momentos más importantes del juicio ya sea por la trascendencia de los testimonios o por lo inaudito de las imágenes (Strassera tapándose la nariz mientras señala la bancada de los acusados es oro). Y dan buena cuenta de la pulcritud con la que se ha buscado la mayor fidelidad posible a un hecho histórico de esta magnitud.
Mitre entrega un trabajo más que solvente sobre el juicio de las Juntas Militares: es un excelente ejercicio narrativo como thriller judicial pero sin renunciar un agudo sentido del humor que no le resta solemnidad a la denuncia de las prácticas que arrasaron con los derechos humanos más básicos durante la dictadura militar en Argentina.
Clavando lo en su justo tono de la película, grave cuando corresponde, pero con pinceladas de humor que se agradecen como frescura. La exquisita ambientación y las interpretaciones.
El pero tal vez el aire triunfalista del final, que cierra un capítulo que marcó época, pero que se desmanteló poco después. Su hondo clasicismo resulta un tanto conservador y poco interesante, ante situarnos en una nueva Argentina.