Una sala de cine tiene un poder descomunal: hacer que te olvides de que existe un mundo real ahí fuera lleno de preocupaciones, obligaciones y problemas. Durante las horas que dura la película, las responsabilidades y contratiempos son de los personajes y de nadie más. Sentarse en una butaca con las luces apagadas y fijar la mirada en un mismo punto en el que se suceden las imágenes es terapeútico. En ese periodo de tiempo no hace falta crear conversación. Tampoco mirar el móvil con un dedo pegado a la pantalla para ir pasando vídeo tras vídeo, tuit tras tuit o imagen tras imagen. Es una oportunidad para dejar de existir un poco. Una especie de botón de pausa en la vida. Todo esto se asemeja a una especie de paraíso en la Tierra, ¿verdad? El problema: a no ser que ocurra la magia, te toca compartir edén con más gente.
He aprendido a que me den igual los 'spoilers' y ahora vivo mucho más tranquilaLa queja más popular sobre ir al cine está ligada al precio de la entrada. Los euros que pagas para poder adueñarte de un espacio dentro de una sala puede variar desde los seis a los once euros. O incluso más. Sí. Duele un poco. Sobre todo cuando te toca pagar más de una. Pero todavía duele más tener aguantar a personas tremendamente maleducadas para las que una sala de cine es lo mismo que una mesa en la terraza de un bar. El precio de la entrada no me quita las ganas de ir al cine, la gente sí.
Hace unos días leí un tuit con el que me sentí tremendamente identificada: “Me da pena decir esto pero ya no tengo ilusión por ir al cine. Me molesta la gente hablando durante la peli, me molestan las pantallas de los móviles, me molesta la gente que no sabe comer con la boca cerrada. La experiencia de ir al cine se ha convertido en una tortura. He llegado a un punto en el que cualquier cosa me saca de la peli, a veces estoy más a los ruidos que a la propia peli. Donde se ponga la comodidad de tu casa...”.
Carlos Areces también habló de esto en un vídeo que se hizo viral:
Recuerdo estar viendo The Batman y tener al lado a una chica con el móvil pegado a la mano y el WhatsApp abierto manteniendo una conversación las tres horas que duró la película. También tengo grabado el momento en el que, durante la proyección de Los Crímenes de Oxford, la mujer que estaba sentada en la butaca de al lado recibió una llamada de teléfono, descolgó y se puso a hablar como si estuviese en el salón de su casa. Incluso tuve la mala suerte de sentarme al lado de una pareja que no paró de hablar durante Nerve y, cuando pedí que se callaran, la bronca me la llevé yo.
Esto son anécdotas, pero hay pautas que se repiten en cada maldita sesión: gente que entra cuando la película ya está empezada, esas palomitas masticadas con la boca abierta que hacen el mismo ruido que los Petazetas, darse un paseíto por Twitter, Instagram o la red social de turno y tener la imperiosa necesidad muy fuerte de contarle a su acompañante aquella cosa tan apasionante que te pasó el otro día.
Por mi profesión consumo mucho cine y tengo la oportunidad de ver películas en pases de prensa en los que estas cosas no suelen ocurrir. Si no fuese así, probablemente me lo pensaría mucho antes de tener que meterme en una sala de cine y exponerme a situaciones como las relatadas antes. Seguramente optaría por esperar a que un filme se incluya en el catálogo de una plataforma de ‘streaming’ y así disfrutarlo tranquilamente en mi casa. De otra forma, me expondría a tener pensamientos intrusivos en los que me imagino como John Wick y el silencio tiene el mismo valor que el perro del asesino.
Estamos hablando de una sala de cine, pero esto puede aplicar a muchos otros momentos de la vida. No sé, tampoco es tan difícil ser consciente de que estás en un sitio rodeado de gente y que, de verdad, no pasa nada por no mirar el móvil durante dos o tres horas. Esa llamada de teléfono puede esperar. Igual que eso que, de repente, quieres contarle a tu acompañante. Haz la prueba.
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