James Foster (Alexander Skarsgård) era un chico grande a quien el dinero de su esposa (Cleopatra Coleman) lo hacía sentir pequeño. Un día, en una isla lejana, James descubrió en una chica (Mia Goth) la puerta a emanciparse, a reclamar otro orden de las cosas. Brandon Cronenberg, entonces, lo hizo protagonista de su particular tourist slasher, un díptico oscuro sobre un hombre taciturno que se erige abrazando la cara monstruosa de su emasculación. James es James, como podría ser Fred de Carretera perdida (David Lynch, 1997). Al fin y al cabo, ninguno de los dos puede escapar de sus sueños salvajes.
Entre horrorizado y campante, James Foster es finalmente engullido por las tripas de la isla de Li Tolqa, lugar que comprendió y sistematizó el violento lenguaje del colonialismo, hoy estimable fuente de ingresos gracias al turismo de alta gama. Infinity Pool rápidamente identifica al cuerpo desalmado e informe de visitantes como la mayor alimaña de una tierra ya poblada solo por almas en pena. Su crítica a la institución turística, ente del mal, se empapa de la intransigencia mordaz de Ruben Östlund, de la absurda crueldad sistémica de Yorgos Lanthimos, de la expresión artística-grotesca de Sion Sono y, en línea directa, del vaciado moral que Michel Franco volcaba en el antihéroe posvacacional de Sundown (2021).
En otra pista correrá el slasher, cuidadosamente estructurado en círculos de forma que crimen y castigo se repitan hasta el infinito. Cronenberg perpetúa la idea fundamental de que el género gore por excelencia despedaza los cuerpos de sus víctimas para purgarlos de su carga moral. Por ello, y a pesar de las tretas que el dinero ofrece para sobrepasar el sistema, comenta el oficial de la prisión de Li Tolqa, cuando alguien es castigado “tiene que creérselo”. Los dos grandes ejes temáticos de la película, el reconocimiento y la destrucción del yo, tienen también un carácter reflejo; no admiten duda. He ahí la gran hipótesis que Cronenberg investiga, por lo menos, desde Possessor (2020): que se puede armar otro sistema moral, uno puramente fisiológico. Que los cuerpos tienen derecho a hablar por sí mismos. Los paralelismos con el cine de su padre son tan inevitables como buscados.
Pero he aquí tres gestos que el Cronenberg hijo ensaya y que lo separan del Cronenberg, David. Primero, el interés que muestra por el propio cuerpo de la imagen y sus deformaciones: largos fundidos encadenados, organismos en pleno morphing, la carne y el hueso reimaginados a partir de CGI. Después, el trabajo con el parpadeo (flicker) como forma de interactuar con otro canal de nuestro organismo vidente y, digamos, como lenguaje primitivo con el que mirar al patio de butacas (no son apuestas exclusivas del cine de Cronenberg; de hecho, Gaspar Noé ha trabajado profusamente en esta línea).
Por último, el moldeado expresionista de la fisonomía de sus protagonistas. Durante su primer castigo, Alexander Skarsgård viste una prótesis que le abre la boca hasta volverlo una suerte de máscara teatral griega. Cuando se estremece de placer, su cara se retuerce en una mueca de dolor insoportable. Por su parte, Mia Goth lleva años practicando ese acento suyo, ese habla sureña que mastica y desmiente la inocencia de todos sus personajes. Sin los cuerpos de ambes, el cine de Cronenberg también sería en vano.